En el acto todos salieron de la conserjería para ver el nuevo abrigo de Akaki Akákievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo, que no pudo hacer menos que sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo avergonzado.

El capote de Nikolái Gógol.

En una oficina del CONICET, ubicada en la capital de la Provincia de Buenos Aires trabajaba Félix, un investigador cuyo mayor atributo era una insistente meticulosidad. Su aspecto no tenía nada de enigmático: cabello corto, enrulado y de color castaño. Su estatura era la estándar y la contextura tirando a retacona, condición que le había permitido integrar en su no tan lejana juventud el equipo de Los Tilos. Su difunta madre, que había tenido la desgracia de perder dos embarazos antes de que Félix naciera, fue al registro civil convencida de que el ave que renacía de las cenizas se escribía con “l” y no con “n”, como supo insistirle el empleado que la atendió. Con el tiempo, al comprobar de manera azarosa su error, tomó un atajo: siempre fui admiradora de ese dibujito del gato. Cuando las cosas empiezan mal, mal acaban porque aquel infortunio ortográfico propició que el pobre Félix tuviera que soportar que en la escuela lo llamaran “infelix”.

Su hábitat laboral era tres paneles blancos de un edificio ubicado en el bosque platense. Difícilmente se encuentre alguna vez a un hombre que se entregara de manera tan delicada a cumplir con sus deberes. Típico de becario. Por lo demás llevaba una vida austerísima. Al llegar a su casa dormía una pequeña siesta de una hora. Luego merendaba tres galletas de campo con queso blanco y mate cocido. Después se sentaba en un viejo sillón heredado de su abuela y leía exactos ciento cinco minutos. Esta medida temporal -ciertamente arbitraria- la había incorporado en su niñez. Su padre lo invitaba a escuchar los partidos de fútbol, y para no aburrirse él leía. El hábito -al menos en este caso- sí hizo al monje. Entonces, en su casa y por las tardes, su tiempo de lectura duraba lo mismo que un partido de fútbol, con el agregado del entretiempo. A veces, como si un imaginario árbitro otorgara tiempo de descuento, se permitía excederse de uno a tres minutos. Parece una exageración, pero existe gente así.

La cosa podría haber seguido la serenidad de un curso rutinario de no ser porque su celular, un Nokia 110, sufrió, primero, un desperfecto en una de sus teclas, y luego comenzó a apagarse en forma repentina. Las grandes tragedias comienzan con pequeños movimientos, como si el destino obrara siempre en miniatura. Como sea, anoticiado de las deficiencias del celular, Félix decidió llevarlo a un hábil mercader que manejaba gran parte del mercado negro de aparatos móviles en La Plata. El hombre en cuestión usaba las mesas de un bar ubicado en el barrio de “Meridiano V” como improvisada oficina. Gracias a su destreza para entablar vínculos logró armarse una buena cartera de clientes, sin la necesidad de contar con los gastos en logística que implica abrir un local. La mesa ubicada sobre la ventana que daba a la calle 70 era el lugar elegido para recibir a todos aquellos que solicitaran sus servicios. Félix se sentó frente al mercader y sin perder la solemnidad de su rostro deslizó sobre la mesa de madera el celular en cuestión. El mercader lo tomó en sus manos para luego examinarlo a trasluz, como si fuera una hipotética radiografía. Después de unos segundos meneó la cabeza. El diagnóstico fue terminante, a Félix le convenía comprar un celular nuevo antes de arreglar ese. Un truco del mercader, claro, porque ahí nomás le dijo que había recibido un Iphone que estaba como nuevo. Esa palabra o en realidad lo que esa palabra representaba se instaló de manera espesa en la mente de nuestro hombre: Félix no estaba preparado para un Iphone. Los sentimientos de una persona son una esfera metálica y el cuerpo un flipper. Fue ese el momento donde el mercader, cual prestímano, sacó de un bolso que tenía a un costado una caja blanca. La caja portaba la impensada manzana mordida. El rostro de nuestro hombre se iluminó. ¿Un Iphone yo? De inmediato lo invadió el temor: ¿de cuánto estamos hablando? Siete gambas. ¿Qué? ¡Está regalado!, en Mercado libre no baja de nueve o diez. No sé, ahora no tengo ese dinero. Hagamos así: me das una luca y después dos por mes… mejor trato,imposible. Para poner las cosas blanco sobre negro: tampoco era un regalo, pero la cuestión de las cuotas volvían la propuesta irresistible. Félix estaba en una encrucijada. ¿Me dejás pensarlo hasta mañana? No te estoy ofreciendo casamiento: ahora o nunca. El mercader exageraba. No sé. Hagamos una cosa, voy al baño y cuando vuelvo me respondés. Para alguien como Félix, tener más tiempo para pensar algo es una trampa en la cual disfrutaba caer. Pero el lapso de una meada era demasiado corto, una espada de Damocles con pelotitas de naftalina. Como era lógico no pudo resolver nada. Y quizás mejor, porque cuando el mercader volvió a sentarse delante de él, Félix dijo, literalmente sin pensar: lo quiero. ¡Perfecto! Tengo el dinero en casa. No hay problema, vamos a buscarlo… ¿anduviste alguna vez en una Vespa? Jamás de los jamases. Lo que siguió no pudo haber sido más trillado o redundante: el viento en la cara de Félix, esa sensación de vértigo y libertad. Después la transacción: los diez billetes de cien que Félix tuvo la gentileza de contar frente a los ojos atentos del mercader. Éste los guardó en el bolsillo delantero de su pantalón, así como si nada. Ahora pasame el chip, dijo el mercader. ¿El chip? Sí, tengo que cortarlo para que puedas usarlo en el Iphone. El mercader le mostró un pequeño dispositivo metálico: lo traje de Miami, es como una guillotina chiquitita. El procedimiento no le llevó más de un minuto.  Nos vemos el mes que viene… ¿te parece entre el 5 y el 10? Sí, sí, sí.

Y entonces ya en soledad, Félix se entregó a ese instante glorioso: abrir la caja blanca, sacar el celular, notar que es mucho más delgado y liviano de lo que creía, deslizar con la yema del índice sus bordes, usar la llavecita metálica para abrir la ranura donde se coloca el chip, encenderlo sin quitar (aún) el protector de plástico que protege la pantalla, entregar su vista a los primeros fulgores de luz blanca, elegir el idioma correcto, crear un usuario, seguir las indicaciones paso a paso aunque el instinto pida premura, configurar a Siri, descargar las aplicaciones recomendadas, usar un programa y después otro y otro más, para ver si todo funciona, sincronizar la cuenta de correo electrónico, probar la cámara de fotos, suspirar a cada rato, en fin, sentir que uno tiene el mundo en la palma de su mano. En el secreto intimista de su monoambiente, Félix y su fetiche se entregaron a una función privada de ojos ajenos. Aunque claro en la cabeza de nuestro hombre habitaban el anticipo de miradas exógenas, esas que al día siguiente entre asombro y envidia no podían creer que Félix tuviera ya no un celular nuevo, sino nada más y nada menos que un Iphone. ¿Y este cómo hizo? ¡Qué hijo de puta! Así y todo, tuvieron el decoro de felicitarlo. La cordialidad tomó por sorpresa a Félix, quien no pudo menos que sonreír, aunque ante tanto elogio terminó por sentirse un poco avergonzado. Pero los halagos caían como copos de nieve en Rusia. ¡Nunca vi un celular así! ¡La pantalla es táctil! ¡Me dijeron que la cámara tiene muy buena definición! ¡Deberías hacer una reunión en tu casa para homenajear la compra!  Empujado por la sombra de la ostentación, Félix se vio en la necesidad de decir que el artefacto era usado. Fue una buena temporada, el Iphone parecía operar como amuleto, sus compañeros, que antes le destinaban toda una batería de chascarrillos ahora parecían respetarlo. O algo así. 

Sin embargo la plenitud no duraría mucho. Tres meses después de la compra nuestro hombre volvió tarde de una fiesta a la cual lo habían invitado para que mostrara las cualidades de su teléfono.Eran pasadas la medianoche y decidió acortar camino por Plaza Italia. La oscuridad reinaba. Avanzó en diagonal, utilizando la linterna del Iphone. Cerca de la glorieta que está sobre calle 54 lo interceptaron dos hombres. Ambos portaban bigotes en sus rostros. Félix supo que estaba en problemas. Ese teléfono es mío, dijo uno de ellos con voz de trueno. Félix quiso gritar, pero el otro le pegó un rodillazo en el bajo vientre que lo dejó en cuclillas, sin aire para ni siquiera gritar. Una nueva patada decretó el lógico nocaut. Con la mente nublada sólo llegó a percibir le quitaban el Iphone de su mano. Al rato se levantó, aún aturdido, y a los tumbos salió de la plaza. Avanzó por la 74 hasta cruzarse con un policía municipal al cual le explicó lo acontecido. La respuesta del oficial fue la esperada: diríjase a la repartición más cercana. Félix terminó en la Quinta. Vengo a hacer una denuncia: me robaron un celular. Ajá, ¿dónde ocurrió el hecho? En la glorieta de Plaza San Martin. Ajá, ¿a qué hora? Hace menos de quince minutos. Ajá, ¿y qué hacía usted solo a esa hora? Volvía de una fiesta. Ajá, ¿había bebido? ¡No! Bueno sí, un poco... Ajá, no debería estar por la calle tan tarde y mucho menos ebrio. Discúlpeme, señor oficial, quiero recordarle que soy la víctima de este lamentable suceso: me acaban de robar, no cualquier celular, sino un Iphone.  Ajá, ¿un Iphone? ¿Sabe usted que esos aparatos no son legales en nuestro país? No, no lo sabía. Ajá, bueno, es hora de que lo sepa: no se pueden ingresar al país, así que por lo tanto no pueden haberle robado algo que nunca estuvo... voy a tener que pedirle que se retire de manera inmediata. 

Ya en su casa se acostó sin quitarse la ropa. Pasó el fin de semana con el pijama puesto y casi sin salir de su cama. No quiso leer ni una sola línea. El lunes, raro en él, decidió faltar al trabajo. La fiebre había invadido su cuerpo. Tuvo un día de perros, entre el sudor frío y los malos pensamientos. Por la noche su estado se agravó. Félix era un hombrecito frágil.  Cerca de las seis de la mañana del martes por fin, exhaló un último suspiro. Sin familiares ni herederos el cuerpo permaneció en permanente auto consumición, como quien dice. La Plata siguió existiendo sin Félix, como si éste nunca hubiese estado allí.  

A los quince días, en el trabajo intentaron contactarlo, pero la dirección que tenía era vieja. Nadie había ido a visitarlo. Nunca. El mercader se acercó un par de veces hasta el monoambiente. Tocó el timbre, golpeó la puerta y nada. Finalmente dejó de insistir, no porque hubiese renunciado alegremente a cobrar la deuda, sino porque sabía que tarde o temprano se encontraría con Félix. Llegado el momento vería la manera de obtener una buena indexación. Por otra parte, en la inmobiliaria la mora recién se hizo evidente a los dos meses. El dueño tenía varias propiedades y el monto menor que recibía no se notó en los arqueos hasta volverse un cifra considerable. Pudieron ingresar gracias a las pericias de cerrajero. El empleado de la inmobiliaria venía acompañado de un escribano. El olor nauseabundo fue un buen anticipo de lo que luego verían sus ojos. Náuseas. La información salió en el diario: “Encuentran cadáver en estado de descomposición”. Al anoticiarse de lo sucedido, el mercader abrió sus ojos y dejó escapar un suspiro lúgubre o algo así. En principio sintió un poco de rabia por el dinero perdido, aunque rápidamente se dejó ganar por una diminuta melancolía.

La cosa podría haber terminado allí, pero no. Un año después, un rumor comenzó a cruzar las diagonales platenses: por las noches, en la glorieta de Plaza San Martín, la figura etérea de un hombre acechaba a los transeúntes que osaban pasar por ese lugar. Varias personas relataban la misma secuencia de hechos. Primero sentían que una voz les preguntaba: ¿has visto mi Iphone? Si el tono ya de por sí era aterrador, mucho más al comprobar que nadie parecía estar allí. Irremediablemente apuraban la marcha. Tarde piaste pajarito. Una mano invisible se las ingeniaba para sustraerles su celular. Con el aparato en su poder, entonces sí el fantasma dejaba ver su fisonomía: Félix, el ahora Fénix, renacía entre las cenizas. Una de las víctimas –empleado también del CONICET– fue quien lo reconoció. 

La cuestión llegó a oídos del mercader. Alguien, en broma, le dijo que el fantasma de la glorieta trabajaba para él. Una asociación ilícita perfecta: el mercader vendía celulares que luego el espectro recuperaba. Al mercader, hombre práctico y concreto, este tipo de noticias no parecían llamar su atención.Sin embargo, una noche, luego de que una cita no resultara como él esperaba y ubicado a pocas cuadras de Plaza San Martín permitió que la chispa de la curiosidad encendiera la mecha. Al encontrarse a pocos metros divisó un par sombras ubicadas en el centro de la glorieta: eran dos wachines. Decepcionado les preguntó a los chicos si habían visto un ánima perdida. ¿Un qué? Un fantasma… ¿Acá? Sí, acá. No, hasta ahora, no. Se conoce que los pibes se asustaron un poco, porque resolvieron abandonar la glorieta. Ya solo, el mercader se sentó en un escalón.  El viento le zarandeó un poco su jopo. Los fantasmas no se buscan, los fantasmas aparecen. El sonido del caño de escape de colectivo que doblaba rumbo a 6 le quitó solemnidad al momento. Resignado, el mercader se levantó, estiró sus brazos, dejó escapar un bostezo, movió su cuello, se colocó las manos en los bolsillos y comenzó a caminar para el lado de 7. Tres o cuatro pasos alcanzaron para que, por fin, sintiera esa, aquella voz: ¿has visto mi Iphone? El mercader giró sobre su eje: allí estaba Félix, de alma presente. Viejo amigo… el destino nos ha vuelto a juntar. ¿Has visto mi Iphone? No, pero puedo ofrecerte un modelo más nuevo. El mercader sacó del interior de la campera su propio teléfono y se lo ofreció, como si convidara una pastilla.  Nuestro fantasma no esperaba que alguien tuviera hacia él un gesto de derroche. Y entonces, quizás gracias el altruismo inesperado del mercader, la imagen de Félix comenzó a evaporarse. En un impulso desesperado, intentó conservar la mayor cantidad de tiempo posible un grado de conciencia que le hiciera disfrutar del momento, pero todo esfuerzo fue en vano: en pocos segundos su última voluta de energía desapareció para siempre.