Desde que asumió la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro voló cuatro veces al exterior, tres de ellas en visita oficial. Y dejó claro de toda claridad que su capacidad de lanzar disparates y provocar desastres se supera con cada vuelo. No satisfecho con asombrar a sus compatriotas, parece dispuesto a asombrar al mundo.
Ayer, al final de su viaje oficial a Israel, dijo que su patético ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, está en lo correcto cuando afirma y reitera que el nazismo es de izquierda.
Para evitar dudas, recordó el nombre del partido de Hitler: “Se llamaba Partido Socialista… ¿cómo era?… ah, claro, Partido Nacional Socialista de Alemania”.
La verdad es que se llamaba Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei). Hasta cuando dice absurdos Bolsonaro se mantiene a prudente distancia de la verdad.
Peor: lo dijo a la salida del museo del Holocausto, cuyo importante centro de investigación sobre víctimas del nazismo define el movimiento como “grupo radical de derecha”.
Ha sido el tercero y espectacular gol anotado por Bolsonaro en ese viaje, todos contra su propio arco.
De no ser por los desastres, el capitán presidente voló a Israel en vano: faltan pocos días para una elección que será disputada por el actual primer ministro Benjamín Netanyahu, que enfrenta dificultades gracias a una serie de acusaciones de corrupción.
Si Netanyahu gana, mejor hubiera sido visitarlo después. Si pierde, ¿de qué sirvió la visita?
El mandatario israelí esperaba que Bolsonaro anunciase el traslado de la embajada brasileña para Jerusalén, como había prometido, a semejanza de lo que hicieron dos países: Estados Unidos y Guatemala.
Pura decepción, apenas disfrazada: lo que habrá en Jerusalén será una oficina sin rango diplomático, destinada a promover el intercambio tecnológico, de innovaciones y cualquier cosa más sin importancia.
Fue el primer gol del brasileño contra su propio arco.
Pero pese a su falta de importancia, el anuncio de la oficina significó el segundo gol contra: los árabes se irritaron profundamente.
Considerando que junto a musulmanes, igualmente ardorosos aliados de la causa palestina, los árabes son compradores de carne y cereales brasileños que dejan un superávit de casi 7 mil millones de dólares, más del 10% del superávit total alcanzado en 2018, el gesto bolsonariano podrá provocar pérdidas importantísimas para Brasil.
Y entonces vino el tercero, con la afirmación de que el nazismo es una ideología netamente de izquierda.
¿Podría haber mejor cierre para un viaje absurdo?
En su primer vuelo presidencial, en el Foro Económico Mundial realizado en Suiza el pasado enero, Bolsonaro afirmó a sus interlocutores –la crema de la crema del dinero en el mundo– estar seguro de que se llevarán muy bien porque, al fin y al cabo, Dios está por encima de todo. Volvió a casa con el diploma de campeón del vejamen en el equipaje.
En el segundo, una visita a Donald Trump, dio muestras de una capacidad astronómica de vasallaje y sumisión. Hizo concesiones sin precedentes, y a cambio de nada.
Bueno, de nada, no: metió a uno de sus hijos en lo que sería una reunión reservada con su ídolo, mientras su bizarro ministro de Relaciones Exteriores tenía brotes de rabieta en el pasillo.
En el tercero, a Chile, no se le ocurrió nada mejor que elogiar al general Augusto Pinochet y su dictadura sangrienta, haciendo que el derechista Sebastián Piñera lo criticase duramente.
Pura coherencia: pocas semanas antes, pero esta vez en Brasil, había llamado el paraguayo Alfredo Stroessner de “estadista” y “hombre de visión”. Por si fuera poco, trató al dictador acusado de corrupción, tortura, muerte y hasta pedofilia, de “nuestro general”.
Se anuncia que en el segundo semestre ese sembrador de desastres irá al Oriente. China está en la agenda, y puede que haya más países en la ruta del presidente brasileño.
Es imposible prever el tamaño de los desastres que el primate volador seguramente provocará.