El Congreso Internacional de la Lengua Española se constituyó con el vehemente propósito de reflexionar en torno al castellano, la lengua impuesta por sus graciosas majestades, Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, ni bien usurparon tierra americana. El primer Congreso se celebró entre el 7 y el 11 de abril de 1997, en Zacatecas, México. El segundo transcurrió en Valladolid, España, desde el 16 hasta el 19 de octubre de 2001. El tercero se llevó cabo en Rosario, Argentina, entre el 17 y el 20 de noviembre de 2004 y, tal como sucediera en los dos anteriores, convocó a un buen número de intelectuales, catedráticos, lingüistas, escritores, dramaturgos, sociólogos, filósofos, que a lo largo de tres días discutieran en torno al buen uso de las buenas palabras. Roberto Fontanarrosa fue uno de los ponentes. A las diez de la mañana del 19 de noviembre, desplegó sobre la mesa los papeles que oficiarían de machete y cuando se disponía a leerlos advirtió que había olvidado sus anteojos. Habrá que festejar ese olvido, porque el Negro se vio obligado a exponer sin ayuda-memoria: carraspeó y se largó a hablar de las malas palabras, a defenderlas. Fue uno de los discursos más celebrados por su calidad y, sobre todo, por su incomparable sentido del humor. Creo que esa formidable ponencia del Negro Fontanarrosa fue la causa de que en este VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, que hace unos días se llevó a cabo en Córdoba, tres de sus personalidades más importantes –el rey de España, el premio Nobel de literatura y el Presidente argentino– decidieran transitar la resbaladiza ruta del humor.
Un día antes de que comenzara el Congreso, su majestad Felipe VI abrió el juego: con entonación soberana y sin que se le advirtiera el mínimo gesto de sorna, elogió la política social y económica que lleva a cabo el presidente Macri. Si bien el chiste era para festejarlo a pura carcajada, los presente evitaron la risa y asintieron en respetuoso silencio. Es posible que al rey le haya disgustado que no celebraran su ocurrencia, pero no se amilanó, en su discurso de apertura del Congreso, otra vez hizo gala de su perspicaz sentido del humor, mentó a Borges, dijo: “Vuestro José Luis Borges, nuestro también, por universal”. Lo hizo corriendo el riesgo de que la broma le saliera cara: María Kodama bien podría iniciarle una demanda, que una cosa es Georgi y otra muy distinta Pepe.
La burla borbónica movilizó a nuestro presidente. Sus coloridos años en el Colegio Newman le dejaron huellas inalterables, podríamos mencionar su claridad a la hora de expresarse o su desenvoltura a la hora de leer, el saldo de esas cualidades se vislumbra en el vasto conocimiento que posee de la lengua castellana. Cuando le tocó hablar, jugándose el todo por el todo, hizo el chiste más atrevido de esa tarde. “Imaginemos –dijo– si acá los argentinos hablásemos argentino y los peruanos, peruano, y los bolivianos, boliviano, y necesitásemos traductores para hablar con los uruguayos”. Hubo algunas sonrisas, pero de ningún modo las risotadas que merecía la broma. Los antropólogos le replicaron que en la Argentina se hablan al menos quince lenguas indígenas diferentes: el ava-guaraní, el aymara, el guaraní, el quechua, entre otras, con distinto grado de vitalidad y geográficamente distribuidas de manera desigual. Está claro que los antropólogos no tienen sentido del humor.
Por fortuna, sí lo tiene el Premio Nobel de Literatura. Vargas Llosa aguardaba respetuoso su turno y ni bien comenzó a hablar hizo gala de sus dotes satíricos. Recordó que “cuando llegaron los europeos, América era una torre de Babel y estaba literalmente bañada en sangre”. Soslayó a las culturas mayas, incas y aztecas, se refirió a las miles de lenguas que se hablaban en América y sostuvo que como consecuencia de esa diversidad, “los americanos no se entendían y por eso mismo se mataban”. Algo que, vale la pena recordar, ya sucedía y aún sucede en Europa. Definitivamente lanzado en el chiste, dijo que la lengua castellana unificó gran parte de América, detalle que no impidió que las matanzas continuaran con igual o mayor ahínco. Una vez más, el auditorio no supo entender la broma, hubo voces de polémica, pero ninguna risa.
Es duro reconocerlo, pero ni el Rey ni el Premio Nobel ni el Presidente lograron superar el humor y la profundidad con que, en el año 2004, El Negro Fontanarrosa hizo brillar al III Congreso Internacional de la Lengua Española. Por consiguiente, el Monarca volvió a su trono, el Premio Nobel a explicar las notables ventajas de los programas neoliberales, y el Presidente a mostrar, ahora sí en serio, el especial apego que siente por la corona española. Aunque sin la angustia que sufrieran nuestro patriotas cuando se independizaron de Fernando VII, despidió a Felipe VI y a Leticia Ortíz, con estas palabras: “Queremos que vuelvan pronto, los vamos a extrañar”. Es destacable la capacidad que tiene el Presidente para unificar sentimientos: hace unos meses pidió que nos enamorásemos de Christine Lagarde, ahora pide que extrañemos a Felipe VI. Cariños sin bromas para una gran familia.