Desde su primer largometraje, La Pointe Courte (1956), que relata el deambular neorrealista de una pareja en proceso de dislocación por un barrio de pescadores de Sète, las playas atraviesan la obra de Agnès Varda. “Ahora, para hablar de mí, pensé: si abrieran a la gente, encontrarían paisajes. Si me abrieran a mí, encontrarían playas” cuenta en su autorretrato Las Playas de Agnès (2008) la emblemática voz en off de la cineasta belga de origen griego, que pasó parte de su infancia a orillas del Mediterráneo después de haber escapado de Bélgica con su familia durante la Segunda Guerra mundial. En el poema “El cementerio marino” de Paul Valéry, también oriundo de Sète, la playa es “un trozo de tierra ofrecido a la luz”. En ese trozo de tierra la cámara de la joven Agnès, que se situó como auteure de film en una vanguardia esencialmente masculina, sin ser cinéfila y sin que nadie le ofreciera ese lugar, participó en la renovación del género con una indiscutible libertad. En La Pointe Courte, dos actores del Teatro Nacional Popular (TNP) de Jean Vilar –para el que fue fotógrafa– interactúan con no-actores en una minuciosa puesta en escena, condensando, en una geometría muy personal, dimensiones plásticas y temporales que hacen eco a la pintura, al teatro, a la fotografía, a la literatura y a la poesía. Con Cléo de 5 à 7 (1962) Varda accede a la banda de los varones de la Nouvelle Vague en torno a la revista Les Cahiers du cinéma introducida por su amigo y colega Alain Resnais. Una “anomalía” en la generación de finales de los 50, sobre la que Agnès Varda bromeaba cuando comparaban su situación con la de la escritora Georges Sand en la generación de 1830. No dirá mucho más sobre la excepción a la norma que significaba ser mujer en el espacio de la creación cinematográfica, ni sobre el sexismo de algunos periodistas que preferían preguntarle si no le pesaba la cámara en vez de interesarse por su arte. Su feminismo radica más bien en la independencia con la que creaba, desplazando fronteras antes de que las teorías feministas de los 70 empezaran a cuestionar la hegemonía de la mirada masculina en el cine. La creación de su propia productora, Ciné-Tamaris, en la que trabajaban muchas mujeres, le permitió darse los medios de autogestionar su actividad artística. En Cléo de 5 à 7, asistimos a la transición de una mujer que en dos horas (de cinco a siete) pasa de ser objeto mirado a sujeto que mira, de muñeca piropeada a mujer itinerante recorriendo en un road movie urbano el espacio público con una autonomía física y psicológica inédita en las heroínas femeninas de la época. A menos que, cuando tal cosa ocurría, el guion las matara al final de la película. Además de la emancipación progresiva de Cléo, que se va sustrayendo de la mirada de los demás para imponer la suya, Agnès Varda inscribe a su heroína en un viaje iniciático que culmina con una liberación. El acceso a una postura de sujeto activo en movimiento, itinerante, también figura en Sin techo ni ley (1985), construyendo una feminidad fuera de toda norma mediante el enigmático personaje de Mona, una joven vagabunda percibida como rebelde, provocativa, sucia e intratable. La impresionante actuación de Sandrine Bonnaire, que tenía 17 años durante el rodaje, también le permite a Agnès Varda jugar con las convenciones implícitas del heroísmo femenino moralmente válido. Lo hace con ese arte tan suyo para la composición rítmica y pictórica y va mucho más allá del retrato sociológico de una marginal post 68. La propia itinerancia de la cineasta, su vagabundeo entre distintos registros artísticos, queda plasmada en el contraste entre el espacio abierto y la corporeidad palpable de sus personajes. En escenas como la de Mona sentada sola en medio de un campo digno de un cuadro de Manet, con el pelo sucio y las botas reventadas, comiendo sardinas en lata con la mano, se despliega la materialidad subversiva del cine de Varda. El interés por una marginalidad a la que la sociedad arroja y escupe hilvana parte de su obra, como en el documental Les Glaneurs et la Glaneuse (2000), en el que la cineasta filma con una atención muy peculiar los restos de frutas y verduras sin vender que quedan en el suelo de las ciudades después del mercado. Los que las “glanean” o rebuscan lo hacen o bien por necesidad, o por misteriosos motivos que la autora considera con el mismo interés. Nuevamente, su cámara le da existencia a la alteridad, le da cuerpo al otre. En esa misma película, cada une existe según su propia singularidad, su propio cuerpo dignificado en el cuerpo de la película. De esta manera, pensando y mostrando al otre rebuscándose la vida entre los restos, y reciclándolos, Varda se piensa a sí misma y encuentra su propia alteridad. De hecho, ese documental fue filmado cuando salieron las cámaras digitales, a las que Varda se adaptó muy rápido para poder “filmar con una mano [su] otra mano”. En Las Playas de Agnès, después de cinco décadas de cine y de documentales y de varias exposiciones de artes plásticas, vuelve al trozo de tierra ofrecido a la luz, la de la cámara reflejada en el espejo filmando a la cineasta atrapada en su propia película. En los múltiples niveles ópticos de su obra, alterando siempre los límites susceptibles de encerrarla en un solo espacio, la fotógrafa, cineasta, autora y artista plástica Agnès Varda logró cuerpearle a la muerte con la feroz libertad de una auténtica mujer de mar.
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