“Cuando actuaba, se liberaba del texto, aunque el texto fuera de él”, recuerda Ricardo Bartis, con asombro. “Vos le preguntabas algo sobre el sentido de su texto y te decía que no tenía idea, como si no lo hubiera escrito él”. Bartis, una de esas raras personas que construyen su pensamiento a medida que hablan, es uno de los testimoniantes de Eduardo Pavlovsky, resistir, cholo, homenaje fílmico del documentalista Miguel Mirra (Hombres de barro, Pozo de zorro, Norita. Nora Cortiñas) al autor de obras como El señor Galíndez y Potestad, fallecido cuatro años atrás, a los 81. Otros participantes son su compinche Norman Briski, el crítico e historiador teatral Jorge Dubatti, su última compañera, la actriz Susy Evans, y su hijo, el músico Martín Pavlovsky. Alrededor de todos los discursos planea la idea de resistencia, que Pavlovsky materializó en varios ensayos y, en definitiva, en su vida personal.
El audiovisual va construyendo el personaje-Pavlovsky desde todas las entradas posibles: el niño nacido en buena cuna, el nadador dotado, el boxeador (medía cerca de 1,90 y tenía un cuerpo cultivado), el rugbier. Y el estudiante de medicina, el médico, el psicólogo, uno de los adelantados del psicodrama en Argentina. “Mi viejo tenía claro que el psicodrama no tiene nada que ver con el teatro”, aporta Federico Pavlovsky, su otro hijo varón. “Llegaba de trabajar a las 8 y a esa hora se iba al teatro, estaban bien separadas las dos cosas”. Finalmente el teatro, claro, como actor y como autor. “Creo que el teatro es el ámbito en el que su personalidad se integra”, dice Bartis. Jorge Dubatti traza, con su habitual precisión, su trayectoria como autor teatral. Una primera etapa vanguardista, con obras como La espera trágica (1962) o El robot (1966). El sacudón de El señor Galíndez (1973), donde anticipa el uso sistemático de la tortura con tres años de antelación y por la cual algún ofendido hizo explotar una bomba en el Payró. Pero El señor Galíndez significó también su lanzamiento internacional.
Galíndez marca, según Dubatti, un corte en la obra, que junto con la militancia política del autor se lanza más decididamente a esa arena. En 1976 estrena Telarañas, que mostraba algo así como el fascismo familiar. La dictadura la prohíbe y además allana su casa y su consultorio. Norman Brisky va con otro amigo a ver a un marino que les habían recomendado. “¿Cómo, no está muerto Pavlovsky todavía?”, se escandaliza el marino de confianza. Unos días más tarde Tato marcha al exilio, que sería breve: en 1980 está de vuelta, en 1981 estrena obra nueva. De 1985 es Potestad, otro de sus hits. “Siempre te estaba diciendo algo que era novedoso”, comenta Bartis, que pone el acento en que el de Tato era un “teatro del cuerpo”, que no pasaba por la cabeza. En ese punto también lo ve como adelantado, de la preeminencia que tendría el cuerpo por sobre la cabeza en el teatro pos años 80. A esa forma teatral, el autor de La máquina idiota la llama “teatro jeroglífico”. “Tato está más vivo que nunca”, coincide Jorge Dubatti.
Aparte de los testimonios, el audiovisual incluye fragmentos de algunas de sus obras a cargo de un pequeño grupo de actores, dos o tres actuaciones de Pavlovksy (no hubiera estado mal identificar ambas cosas) y dos “actuaciones” brillantes de Briski. Una en el Consejo Deliberante, en ocasión de una distinción a Pavlovsky, la otra un distendido monólogo en primera persona, que no parece actuado y sin embargo lo está, con el actor tomando la voz (el vozarrón) de su amigo. Tanto en sentido de puesta como visual y de montaje, resistir, cholo es un material rudimentario, al que le dan interés tanto su protagonista ausente como el bien “casteado” coro de testimoniantes.