Toda película sobre Vincent Van Gogh enfrenta dos problemas, en principio insolubles: reflejar a un genio y abordar a un loco. En ambos casos hay que estar a la altura. Quizás es más difícil lo primero, ya que a un loco se lo puede construir por medios dramáticos, y además en el caso de Van Gogh es secundario: que haya estado internado y medicado es apenas anecdótico. Pero la genialidad es esencial: este nativo de los Países Bajos no hubiera sido nada si no hubiera sido un genio.
Ahora bien: ¿cómo filmar a un genio? Dos alternativas: de manera “normal”, de acuerdo al dispositivo estándar del cine, narrándolo en tercera persona y con la gramática tradicional. No muy aconsejable: la genialidad no va a aparecer. La otra alternativa es tratar de hacerlo desde su interior, para ver el mundo de la manera en que él podría haberlo visto, recurriendo a los procedimientos que la inteligencia o imaginación del realizador dicten. Esta última modalidad fue la elegida por el neoyorquino Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa, Antes que anochezca), pero, como lo indica la época, confiando más en el recurso que en la sensibilidad.
El comienzo presenta a Vincent (Willem Dafoe, Mejor Actor en el Festival de Venecia y nominado al Oscar) presenciando, junto a su hermano Teo (Rupert Friend), una multitudinaria reunión del establishment pictórico parisino en un bistró de la ciudad. En otra mesa, un hombre acusa a todos de burócratas, se levanta y se va. Vincent lo sigue. Es Paul Gauguin (Oscar Isaac), quien anuncia su deseo de partir a Madagascar y, cuando el colega le confiesa su ahogo de París y su niebla, le aconseja: “Andá al sur”. La siguiente secuencia muestra a VVG recorriendo los sembrados de Arlés, y lo que viene de allí en más lo conoce todo el mundo: el rechazo de la gente del lugar, la compañía única de la camarera Gaby (Emmanuelle Seigner), el cuartito con la camita y los zapatos, el taburete para pintar en exteriores, la producción y las dudas, la llegada de Gauguin y la partida, a la que Vincent responderá como un amante traicionado, cortándose la oreja izquierda. Después la internación y la absurda muerte, un episodio poco conocido.
Más que los hechos en sí, Schnabel prioriza las sensaciones, intentando llegar por esa vía a la interioridad de VVG. Cuando Vincent visita sobre el final a Teo y las voces resuenan, preludiando alguna sobreimpresión tímidamente psicodélica, preludio del derrumbe tal vez. Es más difícil interpretar por qué motivo se incluye, en dos ocasiones además, un encuentro con una pastora, al borde del camino. O la razón de un viraje al blanco y negro en una escena. El recurso más utilizado por Schnabel –que había abordado con anterioridad la figura del pintor Jean-Michel Basquiat– es sin embargo el más tradicional a la hora de narrar desde la interioridad de un personaje, que consiste en hacerlo mediante subjetivas.
Lo raro es que las subjetivas de Van Gogh tienen una zona de bruma, en la parte inferior de lo que serían los ojos, y esa bruma no se explica. Con respecto a las subjetivas en sí, pasa algo: resultan muy eficaces en los planos en los que VVG es observado o interpelado por otro personaje en primer plano (los doctores Rey y Gachot, éste interpretado por el irresistible Mathieu Amalric, y sobre todo un sacerdote que intenta comprender qué hay en la cabeza del paciente, encarnado por el siempre inquietante danés Mads Mikkelsen). Finalmente el genio se va y se lleva el secreto, sin que nadie haya logrado penetrarlo. Afuera, sus cuadros siguen exhibiéndolo, para que cada observador procure empaparse de él, en soledad.