Es posible que –con el paso de los años– las primeras líneas de La única historia de Julian Barnes sean tan citadas como el comienzo de El buen soldado de Ford Madox Ford donde se advertía al lector aquello de que “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. ¿Por qué? Porque este “¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión” con el que Barnes (Reino Unido, 1946) abre su novela número trece –y número 1000 en Panorama de Narrativas– parece engancharnos de entrada con el mismo tono elegíaco que a lo Ford. Y porque –más allá de sus muy diferentes tramas– ambos libros en realidad se ocupan de lo mismo: de la manera en la que se elige recordar algo para contarlo después. Ya se sabe: el narrador de quien no hay que fiarse demasiado por ser parte comprometida de todo eso.
La única historia se vale de ese recurso poderoso (“Las perturbaciones de la memoria están siempre ligadas a las intermitencias del corazón”, advierte Proust) y vuelve a insistir en un tono tan introspectivo como retrospectivo. Una melancolía y una nostalgia que pueden atribuirse a que Barnes ya es un hombre “de una cierta edad” o consecuencia de la muerte de su compañera Pat Kavanagh trasladándose a libros crepusculares en el presente pero luminosos como el autobío-ensayo Nada que temer, Niveles de vida, Pulso o El sentido de un final con protagonistas recordantes pero no necesariamente memoriosos. Pero lo cierto es que Barnes ya era exactamente así desde sus comienzos, desde su debut en Metroland: novela de 1980 donde ya se ocupaba de los brillos de lo que pudo haber sido y el óxido de lo que finalmente fue.
De ahí que en La única historia, ya desde su mismo título, Barnes parezca admitir que no hay otra cosa que valga la pena o las penas.
Aquí, como siempre, se ofrece un argumento sencillo que Barnes convierte en algo muy sofisticado y elegante y admirable porque –más vale admitirlo– este inglés probablemente sea hoy por hoy el más brillante estructurador de argumentos y calibrador de la óptica de la mirada en lengua inglesa. Así –el autor de esos laboratorios de los sentimientos que son Antes de conocernos, Hablando del asunto y Amor, etcétera– vuelve a atender su juego con la historia del adolescente Paul Roberts. Suerte de primo británico de aquel graduado norteamericano que fue y sigue siendo Benjamin Braddock (y al que en una entrevista no catalogó como “narrador poco confiable” sino como “narrador parcial”) que, a principios de los 60, regresa a la casa de sus padres en el Village de Surrey, en las afueras al sur de Londres. Allí –cortesía de la erótica del tenis– conocerá a Susan MacLeod, esposa insatisfecha de casi cincuenta años. Y sucederá lo que inevitablemente deba suceder. Y algo más. Porque el asunto trasciende el affair y ambos terminan viviendo juntos. Y pronto los acontecimientos se precipitarán.
Con el tiempo y la práctica –La única historia está estructurada en tres partes, como tres actos teatrales o movimientos sinfónicos: el inicial en primera persona, el segundo sumando una segunda persona, el tercero combinando la primera con la tercera– Paul utilizará esta historia iniciática para, en su madurez, elaborar la más terminal y definitiva de las teorías acerca de los sentimientos apoyada en numerosos e iluminadores comentarios al margen en cuanto a cómo contar aquello que preferiría no contarse y cómo recordamos reinventando detalles decisivos aquello que preferiríamos olvidar. Y aquí, de nuevo, destellos del autor fetiche de Barnes y de una de sus obras maestras: Gustave Flaubert y La educación sentimental, ese libro que Ford Madox Ford dijo leer catorce veces para poder comprender su auténtico significado.
La única historia –sentimental, sí; pero como la de Flaubert también histórica y política erigiéndose sobre un momento de grande cambios sociales– destila todo aquello y se comprende de una sentada, pero no por eso resulta menos profunda.
Medio siglo después del primer match, Paul alcanza el break point no necesariamente a su favor: “Hablábamos acerca de todo, el estado del mundo (que no era bueno), el estado de su matrimonio (que no era bueno), el carácter general y los estándares morales del Village (que no eran buenos) y hasta de la Muerte (que no era buena)”.
¿Cómo termina todo? Respuesta: igual que terminaba Metroland. La única respuesta a la única historia –parece decirnos Barnes con una palmadita en nuestros hombros vencidos– es aquella que entiende a toda derrota (por el simple hecho de haberla vivido y experimentado) como una suerte de victoria.
O viceversa.
Ya se sabe: amor, etcétera y otra de las más tristes historias jamás oídas.