Hace escasos dos años, frente al aniversario de la Revolución soviética, diversos libros aparecieron con la intención de recordar el hecho, entender la distancia que separaba al mundo actual de ese mundo y, en la mayor parte de los casos, subrayar los fracasos del acontecimiento. Casi parecía un intento por mostrar cuán lejanas eran esas preocupaciones del pueblo ruso con respecto a las nuestras, y cuán peligrosos habían sido los intentos efectivos de tratar de lograr un mundo más justo. De ahí se desprendía el diagnóstico global de los peligros de los socialismos reales, de los proyectos que alcanzaron el poder y de los resultados de esos eventos históricos, que se fueron cerrando con la caída del bloque soviético en 1989. Todo en pos de una apuesta por la mesura liberal que, aún hoy, nos resulta un límite difuso para la imaginación imprescindible en el cambio de las condiciones de vida de la humanidad. Porque, a fin de cuentas, ¿no es éste el mundo que emergió como resultado de los procesos revolucionarios? ¿Hasta qué punto esos intentos fundamentales por cambiar la manera en que la humanidad vivió son apenas una página más en los manuales de historia? O, aún peor, un objeto a ser meramente estudiado en las academias, como si su ciclo histórico ya estuviera perimido y esas “aventuras” sólo pudiesen conformar temas de atractivas tesis de especialistas. El huracán rojo: De Francia a Rusia 1789/1917, de Alejandro Horowicz, es un ensayo atrevido en la medida en que se propone hablar de un período extenso en donde la revolución no sólo fue planteada, sino que fue dejando un núcleo de elementos no resueltos que obligaron a tratar de seguir cumpliendo lo que, en un determinado momento, parecía imposible. El fantasma de 1789 se repite, entonces, desde Francia hasta Rusia, pasando por las revoluciones de 1848, los movimientos populares de 1871, el espartaquismo de comienzos del siglo XX en Alemania y culminando en la toma del poder por parte del bolchevismo en 1917. Un verdadero huracán que estableció las turbulentas condiciones del tiempo que vivimos, por más máscaras liberales que pululen para mostrar lo contrario.
“Hay una especie de contradicción que tiene mucho que ver con el bicentenario de la Revolución Francesa y el centenario de la Revolución Rusa”, asegura Horowicz. “Esa contradicción se compone, por un lado, de una visibilización de la fecha que pareciera darle al acontecimiento del pasado una importancia sumamente destacada. Y, por el otro, por una operación inversa, que es que esta visibilidad se aprovecha para decir que de todo eso no ha quedado nada. Cuando cualquiera le pregunta a los conservadores universitarios qué queda de la Revolución Rusa, lo que te van a responder es eso: nada. Entonces, si no queda realmente nada… ¿Cuál es la importancia de estudiar ese proceso?”.
¿Qué tipo de diagnóstico podés llevar adelante acerca de este regreso a la fecha por parte de especialistas fuertemente vinculados con el mundo académico?
–Una observación que me gustaría hacer es con respecto a la calidad del resultado del pensamiento de esos profesionales. La calidad de un sovietólogo de los ‘60 y ‘70 con respecto a los sovietólogos de hoy, por caso. En esas décadas, mientras existía la Unión Soviética, los estudios de sovietología tenían una importancia decisiva. Nadie va a decir de estos mismos tipos que la Revolución China no tiene importancia porque se les reirían en la cara. Se reiría el presidente conservador que se quiera, de cualquier país; y en segundo lugar, los diarios del mundo entero. No hay ninguna duda en torno a la conexión de la Revolución China con respecto al lugar que hoy ese país ocupa en el panorama mundial. Es una ofensa al intelecto plantear la falta de importancia de ese proceso revolucionario. Pero el proceso revolucionario que dio origen a la URSS permite unas licencias poéticas enormes, entre las cuales la primera de ellas tiene que ver con el derrumbe de la calidad de estos estudios sistemáticos. Al punto tal que han llegado a transformar al partido bolchevique en cualquier cosa menos agentes revolucionarios hechos y derechos. Digo esto más allá de lo que se opine, porque se tiene todo el derecho de tener una lectura conservadora de la Revolución rusa. Por ejemplo, la de George Kennan, que tiene un trabajo clásico sobre Lenin y Stalin, y quien, por supuesto, no era un admirador del socialismo. Pero eso no lo hacía transformar a la revolución bolchevique en un conjunto de agentes a sueldo del gobierno alemán. O a Lenin en un amoral que lo único que se proponía era conseguir un puesto restallante en la vida. Esa objetividad ha desaparecido.
¿Qué consecuencias trajo esa pérdida?
–Al desaparecer ese vínculo objetivo con los hechos, se da una situación paradojal muy curiosa. El estalinismo se ocupó de impedir que existiera una historia de la Revolución Rusa porque Stalin podía necesitar reescribirla tantas veces como se lo indicase la última decisión de su politburó. Los historiadores vinculados al estalinismo, como ese historiador que hoy pasa por ser un liberal, Eric Hobsbawm, no escribieron un relato organizado y con una interpretación particular de los hechos de la Revolución Rusa. Hobsbawm escribió la historia del siglo XX, sí, pero poco y nada aportó a la historiografía de la Revolución Rusa, precisamente, por esta decisión directa del PCUS. Trotski sí lo hizo, y lo hizo con el afán de que no lo borren del relato de los hechos. El desbalance entre un estalinismo ausente con una historia propia y, en el otro campo, los liberales y conservadores que no se han esforzado por hacer una obra valiosa, es notable. En este contexto, queda la operación final que mencionamos al principio. Qué pasó; nada. Tratar de explicar el feminismo, explicar las organizaciones sindicales, la democracia parlamentaria, la reducción de la jornada laboral, todo esto se vuelve imposible por esta lectura pedestre que deja en nada a la revolución.
Cuestión de método
El huracán rojo es un texto que, sin abandonar la concentración sobre las fuerzas vivas de los procesos revolucionarios, se permite una serie de conceptualizaciones que colaboran a que el libro sea material de una fineza intelectual destacable, al mismo tiempo que no se convierte en una mera teorización lejana a los hechos. Para eso, el método con el cual se aborda cada momento estudiado se convierte en una cuestión central, que debería poder iluminar y dar un esqueleto firme a la carne del asunto. Al pueblo en movimiento que, mal que nos pese, es el auténtico responsable de los cambios históricos.
Uno de los conceptos centrales que trabajás en el libro es la idea de una “representación quebrada” de las fuerzas revolucionarias y de los acontecimientos, estableciendo una suerte de contraposición entre fuerzas progresivas y regresivas. ¿Cómo abordar las complejidades de la representación a partir de esta idea?
–Convengamos, inicialmente, que el concepto de representación tiene siempre un fuerte componente ficcional. Rousseau decía, cuadrada y directamente, que el pueblo no es representable. El pueblo es igual al pueblo, más sus representantes. Esto es un planteo a favor de la democracia directa y es un planteo cuyos niveles de ficción van desde el rey, que representa la Nación hasta la legislatura, que representa al pueblo, y llega finalmente a la idea de que el poder popular representa. Lo hace, pero hasta donde puede. Una representación tiene siempre algo de fallido, algo de bloqueo. Pero, al mismo tiempo, en la lógica del conflicto social, así como las ciencias sociales, y en particular la sociología política, no es otra cosa que la sistematización de los conflictos sociales, la dinámica del conflicto social es la que permite una lectura de la serie política. Trotsky plantea, por ejemplo, el problema de que una de las cosas de más difícil acceso a la reflexión es el problema del “doble poder”, que también trabajo en el libro.
¿Qué límites o ventajas pensás que tuvo esa elección en términos de volver sobre la Revolución Francesa, por ejemplo?
–Una metodología revela si vale o no vale después de aplicada. Lo que se enriquece en la comprensión de los conflictos en función de la idea del doble poder es enorme. Rastrear que en el París de 1790 se plantea el problema de la democracia directa y de la representación por mandatos imperativos, es una cuestión que, por supuesto, los eruditos conocían. Pero de ninguna manera estaba puesta en foco. Sin embargo, cuando uno mira esta lógica, y mira después que es la Comuna de París la que va a llevar esta situación a su máximo nivel, como tesis política, y que después Marx va a formular su teoría del Estado en función de esa experiencia, y que después Lenin va a tomar esa referencia para pensar el problema de los soviets, uno se da cuenta de que esa es una llave de lectura que permite comprender un cierto desarrollo del conflicto social como dinámica real del proceso político. No una declamación analítica, sino un hilo nuevo. Conviene recordar un dato que parece casi olvidado, volviendo a 1789. En la Asamblea Nacional, republicano era Camille Desmoulins, entre setecientos y monedas de representantes. Es decir, republicano no era nadie: Robespierre no era republicano en 1789. La idea de república es una consecuencia de la Revolución Francesa que nadie tenía prevista. Su más inteligente pensador, que es Emmanuel Sieyès, en ¿Qué es el tercer Estado?, plantea muchas cosas, pero no plantea la república. Este hilo rojo permite ver de qué manera se va construyendo una práctica política revolucionaria. Y esa práctica consiste en ver que las revoluciones muestran su excepcional particularidad histórica. Cada revolución es inmensamente particular, pero tienen un problema conductivo analítico, que no es otra cosa que la insistencia de un nudo problemático que no se resuelve. Y en su irresolución está la continuidad.
Eso también te permite poner en escena el hecho de que existen leyes sociales que pueden ser estudiadas, cosa que te distancia de cierto relativismo identificado con las posiciones tildadas de posmodernas.
–Si por leyes sociales se entiende a las leyes físico-químicas, no estoy para nada de acuerdo. Pero si entendemos las leyes sociales como una serie de tendencias particulares de un conflicto, eso ya es otra cosa. Porque sin esa presencia, la misma existencia de las ciencias sociales carece de sentido. Es evidente que se puede calcular un eclipse de sol. Ahora, creer que las ciencias sociales pueden indicar cuestiones que sirven para calcular acontecimientos futuros, eso me parece de una trivialidad extremadamente grave. Jamás se le hubiese ocurrido a Marx este tipo de idea. Cuando vos partís de la tesis que yo partí, que es el problema del doble poder, y la dinámica social como medio transformador, vos te das cuenta de que el método es adecuado no sólo porque no tenés que forzar acontecimientos para que te encajen en el esquema, sino porque ilumina cuestiones que previamente no tenías ni en foco. Y aquí viene la cuestión final de las leyes sociales. Yo lo llamo el parámetro del yogur: así como el yogur tiene fecha de vencimiento, la teoría también. Uno de los grandes aportes de Marx es la teoría del ciclo. La historia comprendida en términos de ciclos históricos es pertinente. Si yo quiero reducir el capitalismo a la lectura que Marx hace de manera fechada del capital, no puedo comprender los movimientos ni la actualidad del capitalismo. Marx prevé la tendencia a la concentración monopólica, y puede leer el ciclo siguiente, que es el del imperialismo. Pero ya el imperialismo, en sí, es un ciclo histórico que no es el de Marx.
Es el capitalismo, estúpido
A contrapelo de gran parte de los estudios historiográficos en torno a estas dos revoluciones centrales para el mundo contemporáneo, Horowicz se concentra en las características del mercado mundial, las cuestiones que plantea, y la idea de que no hay algo afuera de esa lógica. Si todo sucede en los márgenes sin márgenes del mercado, abordar cada movimiento histórico revolucionario requiere vincular, yendo de un extremo al otro, la manera en la que el mundo se desenvuelve y las particularidades que ese devenir toma en cada país, mejor, en cada región.
¿Cómo leés el desarrollo del mercado mundial desde 1789 hasta 1917 o, incluso, hasta nuestro presente?
–Cuando Marx construye su tesis acerca del mercado mundial, plantea un adentro y un afuera. En ese momento, el afuera del mercado mundial era mucho mayor que el adentro. Hoy, no hay más afuera del mercado mundial. Con la incorporación de China y la caída del bloque soviético, hoy hablar de “mundo” y “mercado mundial” son la misma cosa. La catástrofe que esto significa para Asia y Europa es enorme, pero esta catástrofe forma parte de las condiciones de inteligibilidad del proceso histórico. Por eso es importante la idea de una teoría con conceptos fechados. Una cosa es recrear utilizando cierta pregnancia analítica, y en ese sentido Marx tiene muchas, muy útiles. Y otra es creer que con repetir a Marx tenemos el problema resuelto.
¿Cómo se inserta entonces este ensayo en los debates y abordajes de la globalización?
–La diferencia metodológica entre un nacionalista y alguien que mira el capitalismo desde una perspectiva global es que uno cree que el mercado mundial es un conjunto de mercados nacionales añadidos, y otro sabe que el mercado nacional es el resultado del impacto del mercado mundial sobre las formaciones histórico-sociales que le preceden. Esta diferencia metodológica la construí de muy larga data, ya en Los cuatro peronismos. Los recortes que propongo en el libro tienen que ver con la observación de los ciclos del mercado mundial. La Revolución Francesa indica el comienzo del ciclo moderno del mercado mundial. En 1848, la Revolución Industrial inglesa que había creado un proletariado moderno en Inglaterra (y no estoy diciendo Gran Bretaña), no había construido un proletariado moderno en el resto de Europa. Cuando Marx les habla a los proletarios de 1848, le está hablando al proletariado moderno europeo, que surge de la descomposición del bloque burgués del ciclo anterior. Y va a arrojar a otros sujetos hacia la nada misma. El hilo tiene una dirección, pero la naturaleza del conflicto no supone la resolución victoriosa del conflicto. Por eso hay lucha de clases. Hay lucha de clases porque los vencedores en cada circunstancia modifican la lucha hacia atrás y hacia delante. Hacia atrás, en términos de perspectiva. Hacia delante, en términos de posibilidad.
¿Por qué escribir sobre estas dos revoluciones, en definitiva?
–Yo he tomado como propios el temario de los problemas de mi generación, y en ese sentido, creo que soy poco original. Los problemas eran el peronismo, la revolución y el socialismo. Era el temario de la vida militante. No vine a parar a la academia por una cuestión de novedad dentro del campo académico, sino a resultas de mi lucha política. Si no, jamás me hubiese planteado la academia como un espacio. Lo que hice fue ser más o menos insistente con esos problemas, una cuestión más o menos existencial. Yo no me puedo plantear una actividad meramente conceptual. Por eso la sociología política es el campo en donde más o menos me muevo con comodidad. Como decía Marx, nosotros partimos de un hecho político actual, que es nuestro punto de partida, y que es nuestra profunda indignación por la situación existente. Si no se siente esa indignación, lo único que queda por hacer es tomar champagne y pasar las vacaciones en Marbella. Por otro lado, existe en la academia esta especie de provincialismo: cada uno tiene que hablar de lo que pasa en su región, en su país. Y eso es más evidente en los intelectuales latinoamericanos, escasos en cualquier catálogo de cualquier editorial que publique libros sobre estos temas. Es algo raro que un sudamericano escriba sobre procesos que parecen patrimonio de las academias de renombre del Viejo Continente o de Estados Unidos. Ese provincialismo es un error, en la medida en que nuestra historia está travesada por la lógica del mercado internacional. Lo cual demuestra la incapacidad en pensar los problemas a la escala en que los problemas se plantean.
En lo que tiene que ver con el diagnóstico que hacés a lo largo del libro en torno al presente, ¿sería el problema de la llamada “bancocracia” y su lógica político-económica?
–Así como la Revolución Francesa tuvo que transformar una asamblea estamental en una asamblea democrática, la construcción de un poder político democrático a escala global necesita rehacer los instrumentos del poder global. ¿Quién elige al presidente del FMI o al presidente del Banco Mundial? Hemos visto cómo Europa es capaz de destituir y poner ministros sin la menor consulta popular. Y hemos visto a la crisis que arrastró a Europa, en la cual el Brexit es sólo un ejemplo más. Es el resultado de esta lógica quebrada, de esta inconsistencia democrática, que tiene dos posibilidades. O construye una bancocracia organizada, en donde las elecciones tienen un carácter meramente municipal, y ese es el “secreto” de la Unión Europea, que tiene unidad monetaria sin unidad fiscal, cosa que es un disparate. O avanza en dirección a la unidad fiscal y a un gobierno democrático. El peligro es retroceder a una especie de absolutismo de nuevo cuño. O se plantea un programa político o se transforma a la democracia en algo de mero carácter enunciativo. Quiero decir, hay dos posibilidades en ese conflicto. O esto llega a ser así, y se constituye en el sentido más tradicional en una oligarquía, esto es, el gobierno de los poderosos tal cual los poderosos son; o básicamente esto se vuelve a democratizar. El socialismo sólo puede pensarse a escala planetaria. Por eso, la política actual piensa y da resultados que sólo pueden ser frustrantes. Te doy un ejemplo: un intendente sabe que no puede, cree que el gobernador puede. Pero el gobernador no puede, porque a veces se comporta como un mero intendente. Pero todos creen que el presidente puede algo. Pues bien, o retomamos la escala de la política del mercado mundial, que es, por lo menos, la escala sudamericana para esta región del mundo, o entendemos que estamos renunciando a la lucha política.