La casona de Verderonne donde vive Claire Darling es un castillo encantado. En sus habitaciones se esconden viejos autómatas que esperan el nuevo día para abrir y cerrar los ojos, en las paredes cuelgan los cuadros de una familia adorada que solo ha dejado un vago recuerdo, en las repisas los relojes dan la hora con cada sonora campanada, en los libros se resguardan grises billetes de una fortuna perdida. La vieja casa asoma entre los árboles del jardín como una silueta esbelta que resiste el paso del tiempo a fuerza de memoria y presencia. En sus recovecos conviven el presente y el pasado de Claire, junto con el escritorio del siglo XIX que perteneció a su padre, el anillo de compromiso que conserva de su madre, las infinitas antigüedades que visten los ambientes y abarrotan los pasillos. En ese mundo de fantasmas y ensoñaciones, Claire despierta al amanecer del verano con la certeza de un mensaje, con el mandato de una entrega: la de aquello que conservó como el refugio de toda su vida.
Claire Darling no es otra que Catherine Deneuve, con su inigualable presencia que recuerda el peso de toda una vida pública, de toda una historia que trasciende su imagen en la pantalla. La última locura de Claire Darling es una de sus mejores películas de los últimos diez años, junto a El primer día del resto de nuestras vidas (2008) de Arnaud Desplechin y 3 corazones (2014) de Benoît Jacquot, formando una extraña tríada en la que se permite explorar las zonas oscuras de la maternidad, los contraluces de un nombre de leyenda, los profundos ecos del encierro. Alejada de esa imagen de diva madura con la que ha convivido en el último tiempo, su Claire de pelo blanco y cigarrillo en mano emprende una venta de garaje en el corazón de Verderonne para desprenderse de todo su pasado ante la inminente presencia de la muerte. Esa familia que fue su pilar, refugiada en su memoria como parte de esa casa, hoy exige la liberación de la hora final, la expiación de los fantasmas que continúan allí de visita. Y la llegada intempestiva de su hija Marie –justamente Chiara Mastroianni, para completar ese eco que traspasa la ficción– revive las viejas despedidas, desempolva los secretos guardados, impulsa una nueva tempestad sobre ese precario equilibrio de las ruinas.
La directora Julie Bertuccelli ha sabido imaginar su película como el territorio de una encrucijada: entre un mundo perdido entre el tiempo y el recuerdo, entre las culpas y los rencores, y la historia presente y adeudada entre Claire y Marie, madre e hija distanciadas por tragedias repentinas, por silencios prolongados, por eternas devociones a los espíritus que aún deambulan en la casa. Discípula de directores como Otar Iosseliani y Bertrand Tavernier, Bertucelli se ha formado en el documental para recorrer en la ficción las complejas relaciones que unen a madres e hijas, inscriptas siempre en un tiempo de espera, casi encantado, signado por la magia o la fábula. Tanto en Cartas de París (2008) como en El árbol (2011), esas historias de sentimientos inaprehensibles, de lazos que unen a las familias más allá de los golpes del destino y los arrebatos de la muerte, se preservan siempre como parte de una leyenda, ya sea en las cartas escritas por un hermano a distancia, o en el susurro del padre que se aloja entre las raíces de un árbol. En sus películas no hay distancia verdadera entre el pasado y el presente, ambos deambulan por las mismas habitaciones, respiran el mismo aire, enlazan a sus habitantes en una travesía conjunta.
Inspirada en la primera novela de la texana Lynda Rutledge, La última locura de Claire Darling adquiere en la adaptación de Bertuccelli y sus guionistas –todas chicas– una ambientación europea que deja de lado el peso del paisaje texano y el lugar de matrona sureña de la protagonista para recostarse en el dominio de la tradición familiar, que incluye la cantera de cemento de donde nace la fortuna Darling, el colorido pueblo de Verderonne, la fascinación de Claire por las antigüedades, la presencia del circo como excusa para la convivencia con la magia. Bertuccelli explora los interiores de la casa con algo del recuerdo del gótico, a sabiendas de que los fantasmas pueden habitar allí sin sábanas ni cadenas pero con igual dominio. Evitando el artilugio del flashback, el tiempo es uno solo, suspendido por esos recuerdos irrenunciables que hacen que Claire se vea joven en el más terrible de sus duelos, que Marie conviva con la niña que era cuando se refugiaba en el escondite del bosque, que los muertos estén vivos como la última prueba de que el cine puede atesorarlos con la misma fuerza que la memoria.
Catherine Deneuve no fue nunca de esas actrices cálidas y de ojos grandes capaces de ganarnos el corazón a fuerza de simpatía como Bernadette Lafont, ni fue el símbolo de la modernidad como Jeanne Moreau, ni tuvo el filo y el dominio de su talento como Isabelle Huppert. Le tocó un tiempo extraño, de transiciones, el lidiar con el mito en ciernes de Brigitte Bardot, el superar las desconfianzas por su belleza fría y demasiado clásica. Y lo hizo a fuerza de riesgos, de salirse de la comodidad de la heroína trágica de Los paraguas de Cherburgo para ser la musa perturbada de Polanski en Repulsión, la burguesa insatisfecha de Buñuel en Belle de jour, la amada por el corazón y la cámara de Truffaut. Su prolífica carrera demuestra que su vocación sigue siendo firme, que pese a que muchas de sus películas resultan imperfectas ha sabido ser la única dueña de su propia leyenda. El juego que le propone Julie Bertuccelli nunca desconoce el peso de su propia trayectoria, porque la misma Claire es habitante de ese tiempo suspendido entre el ahora y el ayer. Abrirse a esa lectura es el mejor acierto de la película.
Y Chiara Mastroniani ofrece a su Marie un aire de dolor incierto, nunca del todo expresado, contenido entre las deudas de su propia huida y la incomodidad de no haber hallado un lugar propio. Su llegada a la casa de Claire en plena venta de todos aquellos objetos que formaron parte de su historia es tan devastadora como solo puede expresarlo su rostro ya marcado por los años. Su madre es al mismo tiempo la de su recuerdo, la que le daba cuerda al reloj del elefante y la tapaba antes de dormir, y la que hoy batalla con sus propios errores, con sus temidos arrepentimientos. Entre ellas el reencuentro es extraño y ausente de toda épica, está signado por esos años de silencio, por esos secretos nunca dichos. Y son esas actrices que tanto se conocen, que pueden nutrir a sus personajes de algunos destellos de su propia memoria, las que dan vida a esa madre y a esa hija en esa locura inesperada que alarga en un pase de magia la llegada de la última hora.