En este 7 de abril de 2019, domingo, se cumple un año de la prisión del ex presidente Lula da Silva, el líder político más popular de Brasil en (al menos) las últimas seis décadas.
Hace un año, el 7 de abril fue sábado. Alrededor de las siete de la noche, y luego de pasar 48 horas en el Sindicato de Metalúrgicos de San Bernardo do Campo, en el cinturón industrial de San Pablo, Lula se entregó a la policía federal.
Antes, como había planteado en las negociaciones con la policía, habló a miles de manifestantes que habían rodeado el sindicato para impedir que fuese sacado por la policía.
Encarcelarlo fue la culminación del golpe iniciado en octubre de 2014, cuando Aecio Neves, del mismo partido del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, el PSDB, fue derrotado por Dilma Rousseff, del PT de Lula. Había sido la cuarta derrota consecutiva del PSDB ante el PT. Era preciso darle un vuelco al escenario.
Pasados pocos días, en un rarísimo brote de sinceridad el entonces senador Neves aseguró que de ser reelecta, Dilma no lograría gobernar y sería tumbada. Nadie le creyó: sus palabras sonaban al típico discurso de perdedor resentido y rencoroso.
Sin embargo, y quizá por primera y única vez en la vida, él había sido honesto: su discurso puso en marcha el golpe institucional que en 2016 alejaría Dilma e instalaría en su lugar a su vice, Michel Temer.
La tarea, en todo caso, no estaría totalmente cumplida si Lula pudiese disputar, y seguramente vencer, las presidenciales de 2018. Para evitarlo, sería necesario meterlo preso.
Hay puntos evidentes, palpables, en toda esta farsa. Cualquiera, con un mínimo de lucidez - no se requiere ningún conocimiento jurídico -, que lea la denuncia presentada por los fiscales encontrará pirámides de puntos letalmente frágiles.
Cualquiera, a excepción de un entonces juez de provincia, que enfrenta serias dificultades con el idioma, llamado Sergio Moro. Y que, no por casualidad, ocupa hoy el ministerio de Justicia del gobierno encabezado por el ultraderechista Jair Bolsonaro: ha sido su premio por lo que hizo.
En la sentencia, Moro admitió que lo condenaba por “actos indeterminados”, y que, a falta de pruebas, actuó “basado en convicciones”.
La defensa de Lula recurrió a la instancia superior, y lo que farsa parecía, farsa se confirmó: el presidente del tribunal elogió la sentencia de Moro, pese a - como admitió - no haberla leído en su totalidad. Y la condena de Lula aumentó.
Estaba diseñado el mapa que conduciría a lo que vino después. Es decir: conduciría pero no condujo, porque los candidatos pretendidos por quienes armaron el golpe para suceder al cleptómano Temer fallaron y las urnas terminaron por parir a un primate inesperado, Jair Bolsonaro.
En este domingo se cumple un año desde que Lula fue preso gracias a una sentencia absurda pero absolutamente necesaria. ¿Necesaria para qué? Para que se implante en el país la máquina demoledora que Bolsonaro trata de implantar.
Es justo reconocer que a lo largo de los primeros nueve meses de prisión de Lula, Temer y su banda dieron el mejor de sus talentos y esfuerzos para hundir al país.
Pero más justo es reconocer que Jair Bolsonaro, en sus primeros cien días de gobierno supera a todos sus antecesores desde la implantación de la República en Brasil, hace casi 120 años.
Nunca antes se ha visto nada tan grotesco, patético y peligroso.
Su gobierno presenta proyectos concretos: terminar con la educación, arruinar el medioambiente, liquidar programas sociales, avergonzar el país a los ojos del mundo y, claro, fulminar el sistema jubilatorio para enriquecer a la banca y a los dueños del dinero. ¿Cómo? Implantando en Brasil el sistema que, en Chile, provoca suicidios masivos de viejitos y viejitas.
Entre una estupidez y otra, entre una vergüenza y un vejamen, Bolsonaro logró implantar una y solo una medida concreta: se acabó el horario de verano. La gran duda es si, de aquí al verano, habrá país…