A Germán García

Tuve un sueño. Antes de soñarlo, había ido a cenar con dos amigos a un restorán de Palermo, “Hola Jacoba”. El cuarto y natural invitado resultó ser el vino tinto. Regresé a casa temprano, puse en el reproductor de video la película inglesa “Juicio a Dios”, dirigida por Andy DeEmmony, pero –cosa extraña conforme a mis hábitos– me dormí a los pocos minutos. Entonces fue que soñé.

Yo era afroamericano, y hablaba frente a una multitud de hermanos, que me escuchaban mientras intercalaban cada vez más espaciados comentarios de soslayo. Como si me sintiese bloqueado por unos versos exactos y elocuentes, que ya no era capaz de escribir.

No recuerdo qué les decía (porque los sueños son el único distrito donde los hombres no tenemos que rendir cuentas de nada ante nadie, como lo enseña Artemidoro de Daldis). En cambio, sí cómo comenzaba. Despotricando con una bravata: “¡Yo tuve un sueño!”.

Curioso sueño el mío. Lo usual es que al despertar uno lo recuerde por jirones de bruma, o no lo recuerde en absoluto. En este caso, cuando me desperté, la luz inerte del final del film bañaba la habitación.

Entonces, me volqué sobre la libreta que siempre me acompaña, a la derecha, en la mesa de luz, y registré su asunto.

Los sueños no son contemplativos en su desarrollo, ni respecto de la lógica ni respecto de las leyes del espacio y del tiempo. De afroamericano viré a caucásico, de orador a espectador. Llevaba una máscara, que en el sueño imitaba las de gran cartón de James Ensor.

Ahora transcurría en una casa del campo argentino. Su dueño era alguien hospitalario no relacionado ni con la obra pública, ni con el real state, ni con la banca off shore. Un argentino acomodado y nada utilitario, calificativos que sólo pueden ser hermanados sobre el borde de la experiencia: en un sueño.

La mesa era amplia y sólida, sencilla, en consonancia con el lugar. Platos de loza, cubertería escueta y rústica, unos vasos de vidrio Bristol color esmeralda, con corola ancha y labios carnosos.

Sé que estaban sentados Lavagna, CFK, Juan Schiaretti, Sergio Uñac, Massa, Juan Manzur, Urtubey, Scioli, Eduardo Duhalde, Felipe Solá. Además de dos o tres comensales de rostros ingrávidos, porque por muy vívido que sea un sueño, jamás deja de ser arcano. Es el modo que adopta la coquetería en el mundo onírico.

En ocasiones, los rasgos cambiaban de cuerpo. En otras, las fisonomías se desdibujaban o coronaban con un penacho de Moctezuma, un abanico de plumas de quetzal engarzadas en oro.

Pero que estaban Lavagna, CFK, y los otros, de eso tengo seguridad, porque registré sus nombres. Un festín para Germán García, el indispensable, que “se fue de gira” no hace mucho, aunque parezca demasiado.

Escuchaba, desde mi condición de soñante, la suma que componía la totalidad de las voces. No había un jefe, un primus inter pares. Todos eran semejantes. Soñar es una forma del arte, eso es sabido. Algo que la razón debiera oir, aun con su infrecuente humildad.

En aquel turbión de fuerza vital, de pensamiento sin intelecto, se sucedían los platos y los conceptos. Y, llamativo, una sola voz, que al mismo tiempo era la de todos.

Alguien decía que la cuestión agraria en el país debía ser explicada y los remedios para sus problemas propuestos con sencillez, mientras que por debajo, un plato de pollo de Indonesia de piel negra esperaba su turno en la rueda del destino. Otro agregaba el tema de la producción del conocimiento. Otro, el del empleo y el de la pobreza. Otros dos, los de la seguridad y el sistema de justicia. Y no faltaron los que añadieran la energía y la política internacional. Allí no terminaba la lista, aunque sí mis apuntes, anonadados.

Desde una especie de cacofonía neuronal, un contertulio dijo que era imperioso acordar el período que iba desde el 27 de octubre de 2019, fecha de la primera vuelta electoral, hasta el 10 de diciembre de la asunción (¿fue Lavagna?). Otro, como si el tiempo hubiese estallado hacia adentro, que el jefe de Gabinete debía ser alguien de la oposición, para garantizar el diálogo con el Congreso y permitir al Presidente ser jefe de Estado (¿CFK lo dijo?). Los sueños -se sabe- permiten el acceso a otros mundos. Algo bastante más sencillo que tener acceso a uno mismo.

La suma de la totalidad de las voces palpitaba con sonido: no se puede pedir un esfuerzo colectivo, que es lo que espera por delante, sin la ejemplaridad del renunciamiento. De todos, uno lideraría al final, en nombre de cada asistente, porque un grupo contiene su dinámica de liderazgo y acompañamiento. Alguno se levantó de la mesa, flamígero como una blasfemia. Yo, el soñante despierto, volcaba en palabras –para tomar notas– de lo que no se había expresado más que en palabras, insinuaciones y mímica.

No fue un sueño de esos que perduran durante la vigilia, y no insistió con su consabido antifaz de estar diciendo algo importante. Sin embargo, los temas fueron esos, la decisión de explicitarlos la que narré y el acuerdo derivaba -mansamente- desde diferentes voces, hechas totalidad. No se trató más que de un sueño, pero: ¿se entiende?

En Occidente las palabras son abstractas (¿“el nombre de la rosa”?). En la Argentina suelen ser abstrusas. Y sin embargo, a veces la vida real transcurre por sobre todo en sueños. Como en las alucinaciones matemáticas, el relámpago de inspiración es hermoso porque es sencillo, y la inspiración sumada a la simplicidad causa un efecto justo.

Decía Mauriac que poco cuesta construir castillos en el aire, y que muy costosa es su destrucción. “¿Sueño de un sueño?”, se me podría preguntar. Al fin y al cabo, los sueños no están sometidos al ensayo y al error. Están más allá del hecho y de la prueba del derecho procesal.

Nuestro país se asfixia, el tobogán se inclina, los árboles de la vera del tren pasan cada vez más rápido. ¿Me equivoco? A fin de cuentas, soy responsable, aunque sea, de soñar.

Cuando desperté, tan vívido había sido el espesor del sueño que por su efecto sentí la módica alegría que brinda la certeza de una posibilidad. Como si el sueño hubiese sido todavía, por unos instantes, la realidad. Y la realidad, apenas un mal sueño. Suele suceder. Los mexicanos dicen: “Si no te toca, ni aunque te pongas; y si te toca, ni aunque te quites”. Que toque, entonces.

La idea de su textura narcótica me llevó a la de la Historia, pétrea y traspasada por atómicos canales que se comunican en sus entrañas. Y en particular la de nuestra patria común, el signo zodiacal bajo el que nació la Argentina (Cáncer, si tomamos el comienzo en la Declaración de la Independencia, martes 9 de julio de 1816). ¿Cómo detener o desviar al demonio de la semejanza?

Ese signo, Cáncer: nuestros caprichos, nuestra susceptibilidad enfermiza, nuestra dificultad para hacer pie en el mundo de los adultos. Una voz, residuo de la cena soñada, repetía: “aquí no se le teme a la competencia política, lo que se repudia es la incompetencia en la función pública”. ¿Quén la habría dicho?

Los pibes pobres dicen que no tienen fuerzas para salir a jugar. Los jubilados, que el precio de los remedios está por encima de sus enfermedades. La idea de Nación se pregunta a sí misma: ¿cuáles son nuestras glorias pasadas indisputables, cuál nuestro deseo ferviente de ser ahora un compatriota de otro argentino, cómo el futuro común que nos espera y al que debemos forjar? Nuestra vida, rica en fantasías, escuálida en posibilidades para los que menos tienen, nerviosos nosotros, siempre nerviosos, y un público en el que no confiamos porque sólo lo imaginamos, sin verlo: los poderosos de afuera. Algunos lo idealizan. Y… “hay que aguantar”. Afuera, se frotan las manos.

La hora de la mañana y las responsabilidades del trabajo fueron suficientes como para pensar en la ducha que me esperaba. Que, como todo el mundo sabe, empieza siempre con un chorro de agua fría.