Pianistas prodigiosos, guerrilleros al borde de un ataque de locura y un grupo de millennials porteños fueron los protagonistas de las tres películas presentadas en la Competencia Oficial (sección internacional) durante estos últimos días: un film llegado de Israel y dos largometrajes que, en conjunto, suman un total de diez países coproductores. En el caso de God of the Piano, la ópera prima del realizador nacido en Tel Aviv Itay Tal, la tela sobre la cual está dibujada la silueta del relato posee la textura y el color del thriller, en su vertiente autoral y europea. La película puede reconocerse como una pariente lejana de un Michael Haneke o incluso un Yorgos Lanthimos, aunque el director prefiere escaparle a las aristas más morbosas y explícitamente perversas de esos cineastas para concentrarse en ciertas taras familiares que bien podrían compartir muchos de los espectadores, aunque seguramente en un grado infinitamente menor: la dedicación obsesiva a la hora de educar a los hijos y la búsqueda de la excelencia.

La primera escena presenta a la protagonista, una joven música llamada Anat, en lo que parece un concierto o una prueba, sentada frente al piano mientras por sus piernas corren chorros de líquido. No es orín, pero el recorte del plano parecería querer jugar con la posibilidad de esa idea; en realidad, Anat acaba de romper la bolsa y lo que sigue es material ideal para el melodrama, aunque el film prefiera no entrar en esas zonas. El recién nacido trae de regalo una sordera total, la peor de las pesadillas para una familia integrada por ejecutantes, compositores y profesores de piano de altísimo nivel. Antes de la marca de los diez minutos de proyección, la joven madre decide rechazar aquello que le tocó en suerte y torcer el destino con un simple y sorprendente gesto. ¿Genio se nace o se hace? Es una de las preguntas secundarias que se hace God of the Piano. Sea como fuere, a los 5 años el joven de la familia es capaz de tocar los “Jardines bajo la lluvia” de Debussy con una riqueza y perfección técnica impecables. Se acerca el momento de ingresar a la exclusiva escuela de compositores y es allí cuando comienzan a arreciar los conflictos.

Ensayo acerca de la monstruosidad que se lleva dentro de manera latente y que aquí se presenta desatada, investigación sobre la maternidad como origen de traumas y dolencias, God of the Piano ofrece una impactante interpretación de la actriz Naama Preis, notable por el grado de contención dramática y la complejidad de los matices que logra conjurar. Otro de los platos fuertes de esta competencia, Monos, del brasileño criado en Ecuador y Colombia Alejandro Landes, estuvo presente hace poco más de un mes en la Berlinale, luego de su debut en el Festival de Sundance. De ambiciones más que evidentes, el tercer largometraje de Landes            –quien debutó hace trece años con el reputado documental Cocalero, dedicado a Evo Morales– es una coproducción entre nueve países, con aportes mayoritarios de Colombia y apoyos de la Argentina, Holanda, Alemania y Estados Unidos, entre otros. En las montañas y junglas colombianas podría transcurrir su relato, aunque la indefinición geográfica es una de las marcas de Monos, como así también la pertenencia del grupo de niños y adolescentes guerrilleros a un grupo político definido.

Hay una extranjera secuestrada (la estadounidense Julianne Nicholson) y un octeto de chicos y chicas militarizados, no sólo por la portación de armas de alto calibre sino por la constante apelación a discursos y comportamientos típicos de un pelotón de guerrilla de izquierda, verticalista y físicamente violento. El cumpleaños de 15 de uno de los miembros desata un particular método de festejo, suerte de “malteada” humillante y dolorosa, cinto con apliques de metal incluido. Más allá de responderle a la distancia a un jefe directo, por momentos se asemejan a un grupo de adolescentes común y corriente, con sus primeros intereses sexuales a flor de piel y una tendencia a las peleas por razones nimias, conflictos de poder mediante. En otros, parecen una pandilla de sicarios, disparando al aire con sus ametralladoras automáticas. Es durante un festejo alcoholizado que su vaca lechera, llamada Shakira, recibe un impacto de bala y muere, punto de partida para el comienzo de la desintegración gradual del contingente, de su ingreso a la locura grupal e individual.

Las comparaciones con clásicos como Apocalipsis Now y El señor de las moscas están presentes en cuanta reseña se haya escrito sobre la película. Si bien es cierto que esos referentes resultan claros y, en alguna instancia narrativa puntual, literales, Landes y su coguionista, el argentino Alexis Dos Santos, crearon un universo con características propias, una versión extrema y, por momentos, totalmente alucinada de un film bélico cruzado con el drama social de las guerrillas latinoamericanas. La posibilidad de abrazar la alegoría está presente pero, en gran medida, Monos logra escapar de lecturas políticas simplistas o superficiales, prefiriendo en cambio bucear en el descenso a una clase especial de infierno, aceptando al mismo tiempo algunos de los ritmos del cine de aventuras (las escenas de acción en los rápidos son notables). El grupo de jóvenes actores y actrices deja una marca indeleble en la pantalla y la dirección de fotografía de Jasper Wolf aporta aires épicos a un relato violento que, más allá de las características particulares, es absolutamente universal y atemporal: el ser humano transformado en animal salvaje luego de la caída de todas las máscaras.

Intento de retrato generacional (con la letra Y grabada a fuego) y comedia de costumbres, Noemí Gold marca el debut en el largometraje del estadounidense Dan Rubenstein, aunque sus protagonistas son porteños hasta la médula y la ciudad de Buenos Aires es el marco exclusivo de sus actividades (con sendos desvíos en el Tigre y las aguas binacionales del Río de la Plata). Coproducción entre los Estados Unidos, México y la Argentina, la película de Rubenstein está atravesada por los mil y un estereotipos imaginables (la amiga algo excéntrica y despistada, el novio esnob, el amigo queer, el primo influencer), punto de partida para la creación de un neocostumbrismo que no logra ocultar sus raíces algo rancias, más allá de un par de momentos de gracia genuina. Noemí está embarazada y quiere abortar, y sus días transcurren entre fiestas nocturnas, visitas a parientes y paseos con su primo recién llegado de Estados Unidos, amén de alguna referencia a Silvia Prieto. Una escena tardía revela la inconsistencia de una parte del material narrativo: un dúo de muchachos religiosos rubios como la miel, de esos que van puerta a puerta entregando folletos, se topan con la protagonista y una de sus amigas en una casa del Delta. No hablan español, son “americanos”. ¿Por qué están allí y cuál es su objetivo? No parece haber otra razón que el capricho. Cuando, sobre el final, aparece un joven algo bohemio que gusta de zapar con su guitarra, Noemí Gold termina emparentándose con los terrenos sentimentales de la vieja tira Pelito.

God of the Piano se exhibe mañana a las 16.10 en Gaumont 1. Monos se exhibe hoy a las 16.55 en Multiplex Belgrano 4 y el miércoles 10 a las 17.15 en Gaumont 1. Noemí Gold se exhibe mañana a las 19.50 en Gaumont 1.