Sobre la hoja del anotador se ve el dibujo de una pileta de natación. Dentro de ella flota un bebé, todavía sin billete a la vista. En la hoja de al lado, a la izquierda, una lista: “Smells Like Teen Spirit”, “In Bloom”, “Come as You Are”, “Breed”, “Lithium”, etcétera. Es el mismo cuaderno (u otro, tal vez) en el que poco antes su dueño había anotado el costo de un pedal de batería o un platillo. O indicaciones para sí mismo, como por ejemplo “No aprender a tocar un instrumento” o “No lastimar a las chicas al bailar (o en ninguna otra ocasión)”. En esos cuadernos, el joven Kurt solía hacer también unos dibujos algo extremos; de desmembramientos, por ejemplo. “No tengo nada que decir o preguntar”, se lee de pronto en una página. “Sólo tocar”. Si algo brinda Cobain: Montage of Heck es la posibilidad de asomarse a la intimidad de Kurt Cobain, y esto gracias a la aprobación de su círculo familiar, representado por su hija Frances Bean (24 años al día de hoy) como productora ejecutiva. Producido originalmente por HBO y con grabaciones caseras del rubio de Aberdeen en la banda sonora, Cobain: Montage of Heck acaba de ser incorporado por Netflix a su catálogo.
La aprobación familiar tiene, como siempre en estos casos, sus ventajas y desventajas. Las ventajas consisten en el acceso a un material de archivo exclusivo, voluminoso y variado. Las desventajas, en la “selección” de aquello que entra y lo que no. En las dos horas y pico de proyección hay un importante porcentaje dedicado a la infancia de Cobain, incluyendo testimonios de su madre, Wendy, y su hermana Mindy. Buena cantidad de fotos familiares y filmaciones caseras muestran al pequeño Kurt como ese nene rubísimo, sonriente y lanzador de besitos que toda mamá ansía tener. El bebé Kurt come la papilla, un Kurt más grandecito aparece ya tocando una guitarrita de juguete. No lo dice el documental, pero sí las biografías: a los 4 años, Cobain tocaba el piano, cantaba y había compuesto ya una primera canción. A los 9 cayó por primera vez: sus padres se separaron y el niño no lo tomó nada bien. Ya no era más aquel chico todo sonrisas, se volvió para adentro, se hizo filoso. Sus primeros temas acústicos sonaban tan depres como los de Nick Drake. Antes de los 15 se acostó sobre las vías esperando el paso de un tren, que por suerte para él se desvió hacía el carril de al lado, posponiendo lo que en su caso era una pulsión familiar (dos tíos suicidas).
Más o menos en ese punto, el documental pega un salto y va a parar a Tracy Marander, una chica que, de acuerdo a lo que muestran las fotos, hoy pesa unos 150 kilos más que entonces. Fue su primera mujer (Cobain fue virgen hasta muy tarde), su segunda madre (lo cuidaba, lo protegía, lo consolaba, le daba de comer) y su primera pareja. Para la misma época, la reunión con Krist Novoselic, que aparece en el documental, y Dave Grohl, que no. No se menciona a Bleach, primer disco de Nirvana, ni a Chad Channing, que tocó la batería en ese disco. A cambio de esas faltas, es imperdible la anotación a mano, en aquellos famosos cuadernos, de los nombres tentativos para lo que terminaría siendo Nirvana. Erectum, The Reaganites, Drugs for Sale, entre ellos. Y también Fecal Matter. Pero Fecal Matter es el nombre de un grupo previo que tuvo Cobain.
Hay buena cantidad de fragmentos (todos breves) de conciertos. Grabaciones caseras, muchas de ellas en VHS, por lo que la calidad visual permite inducir. Hay fragmentos de entrevistas de televisión. Entre ellas, una en la que Cobain bosteza y parece a punto de dormirse en cámara. Otra en la que Cobain afirma, por provocación o convicción, que son los ídolos de una generación de jóvenes apáticos y desafectados (a esa altura la bola había crecido) porque ellos mismos son apáticos y desafectados: “Dormimos mucho”. Otra en la que se queja de las consecuencias de la fama, mientras la seguridad tiene que defenderlos del entusiasmo de los fans japoneses: “No somos tan famosos y sin embargo tenemos que aislarnos totalmente. Es una mierda”. Exceso de presión: primer signo de alarma. Cobain terminó dejando una nota suicida donde decía que ya no había nada que le gustara hacer: ni componer ni cantar ni dibujar (esto tampoco aparece en el documental, es información externa).
Mientras tanto, en los conciertos había cada vez más público, más locura, más fanatismo. Un locutor consagró (¿lapida?) a Cobain como “portavoz de su generación, el John Lennon de su generación”. Otro ladrillo en la pared. Apareció Courtney Love. A la inversa de dos documentales previos (Kurt & Courtney, 1998; Soaked in Bleach, 2015), que se regodeaban con la retorcida idea de que la líder de Hole mandó a matar a Cobain, aquí la intimidad de ambos es puro sexo y felicidad, captada por una cámara que ¿quién empuña? Las escenas –ambos boludeando en la cama, jugando como chicos aburridos, Courtney mostrando las tetas todo lo que puede– recuerdan a las de Sid and Nancy. Pero sin drogas. No en cámara, al menos, aunque el off sí recuerda que ambos se picaban, algo particularmente preocupante en el caso de ella, que estaba embarazada. Por suerte dejó en una fase temprana de su gravidez, y allí está Frances Bean Cobain, sin ningún problema congénito. Lo que queda muy afuera del documental son los últimos días del cantante, esos que Gus Van Sant imaginó en su ficcional Last Days (2006). Últimos días que incluyeron una sobredosis de champagne y Rohypnol (67 pastillas), un encierro con una pistola, una internación, una fuga y el escopetazo final. Todo eso sólo cinco años después del primer disco de Nirvana, a la fatídica edad de 27 años. Esa que eligen las glorias del rock para dar fin a su existencia.