¿Quién hubiera dicho que Hechizo del tiempo, ese clásico moderno de la comedia romántico-fantástica, iba a tener tantas relecturas, imitaciones y reelaboraciones, desde películas de acción futurista hasta series populares? , que estuvo proyectándose en el marco de la Competencia Internacional del Bafici, es uno de esos casos, aunque sus particularidades deben ser destacadas. El segundo largometraje del sueco Johannes Nyholm –a quien el Bafici le dedicó un pequeño foco hace un par de años, centrado en su filmografía como cortometrajista– hace de la repetición de una salvaje mañana en medio del bosque el núcleo de un relato con múltiples aristas. En el prólogo, un matrimonio disfruta de la víspera del cumpleaños de su hija de siete años sin saber que una simple reacción alérgica tendrá un corolario inesperado. La puesta en escena de la sucesión de problemas que desembocan en catástrofe pone en alerta al espectador sobre las crueldades que sobrevendrán. Pero antes de que eso ocurra, la pantalla es ocupada por un pequeño cuento animado de manera tradicional, con las manos: marionetas que también son reflejos de los seres humanos, alter egos y encarnaciones simbólicas.

Tres años después de la tragedia, los protagonistas parten hacia unas vacaciones, discutiendo en el auto sobre nimiedades como el gusto de un helado o la ubicación que tendrá la carpa. Al amanecer del día siguiente un plano del rostro de la mujer, ansiosa, y el deseo de orinar. De inmediato, el primer capítulo de una repetición sistemática con infinitas variaciones: un trío de seres humanos disfrazados –con aspecto de haber salido de un circo–, dos hombres y una mujer, un palo listo para golpear, un arma lista para ser disparada, un perro de caza dispuesto a hincar el diente. Los juegos narrativos pueden poner nerviosos a los espectadores más sensibles, en particular dadas las circunstancias brutales de los acontecimientos, aunque Nyholm no parece un realizador afecto a lo explícito. Lo suyo va más por el lado de la latencia, la posibilidad del hecho. Lo ominoso bajo la forma de la pesadilla infantil es el gran tema de Koko-di Koko-da –título que remite a una canción que se escucha en varias ocasiones–, una película que, en última instancia, se revelará mucho más cerca del cine de otro sueco, Ingmar Bergman, que de las inquietudes del gran demiurgo de la crueldad europea, Michael Haneke. Un pseudo Bergman extraño, aledaño al terror, pero no por ello alejado de la psicología o de la idea de exorcizar los traumas psicológicos como primer paso hacia la reconciliación. Es probable que el de Nyholm sea el film más divide-aguas de toda la competencia.

Ms Slavic 7, el segundo largo de origen canadiense que se presenta concursando en esta sección, es un animal cinematográfico de otra raza. La tercera película de la cineasta Sofia Bohdanowicz, codirigida junto a Deragh Campbell, a su vez protagonista de la historia, tal vez sea el más misterioso y frágil de los títulos que pudieron verse hasta ahora en la Competencia Internacional. El dispositif, como gustan decir los franceses, es diáfano pero no tan evidente: Campbell interpreta a Audrey, quien es en parte una versión paralela de la Bohdanowicz real, bisnieta de una olvidada poetisa polaca del mismo nombre. La joven anda en busca de las cartas originales –depositadas en la Universidad de Harvard bajo el rótulo Ms Slavic 7– que su ancestro le enviaba regularmente a otro escritor más reconocido, Józef Wittlin, ambos refugiados en el continente americano luego de escapar de Polonia. Además de sus visitas a la biblioteca, la joven se encuentra con algunos familiares, no demasiado abiertos a la posibilidad de transformar esos textos en material para un libro o una muestra. Ficción y realidad, pasado y presente, formatos analógicos y digitales confluyen en una película que hace de la palabra su materia prima esencial.

El lenguaje como representación, pero también como reflejo de eso que suele llamarse espíritu humano, es el núcleo dramático del proyecto de Bohdanowicz y Campbell, film que también puede ser visto como elogio y elegía de un arte perdido: el de la misiva personal enviada por correo tradicional, con sus angustias manuscritas, sus tiempos de espera e incertidumbres postales. “Hay algo desgarradoramente desesperado acerca de cuán sencilla es la intencionalidad de una carta manuscrita. Y eso está relacionado con la carta como objeto”, dicen ambas directoras, a través de la voz de Campbell/Audrey/Bohdanowicz. Esa relación a la distancia entre poetas –solamente intelectual o bien “de amor”, aunque en un sentido estrictamente platónico– no es tanto el destino final como la plataforma de espera sobre la cual se monta la estructura de Ms Slavic 7, película de enorme belleza conceptual y narrativa que, paradójicamente, no es sencillo describir con palabras. Tal vez sea el eterno placer de la investigación sobre hechos y personas del pasado, el encanto de encontrar en otro espacio y otro tiempo a una inesperada aliada del presente o bien la capacidad de poder transformar, como hace la propia película, una parte de la historia familiar en creación artística.

Muy personal y autobiográfica es también Ray & Liz, debut como director de cine del fotógrafo británico Richard Billingham, cuyas imágenes de sus padres –los Ray y Liz del título– recorrieron las galerías más prestigiosas del mundo. No se trata, de todas formas, de un proyecto documental: la película recrea con las armas de la ficción –y una extraordinaria dirección de fotografía en Super16mm, cortesía del Daniel Landin– tres instancias en la vida de los padres de Billingham, su hermano y su tío, amén de otros personajes secundarios. El primero de esos capítulos -que hace las veces de disparador, desde un presente ficcional, de los dos restantes- encuentra a Ray en la soledad de su piso de Birmingham, del cual prácticamente no sale, a la espera de que su hijo le haga entrega de las tres botellas de cerveza casera que consume diariamente. Ese presente, temporalmente indefinido, es atravesado por los otros retazos de vida que, a la manera de un díptico, retroceden a un pasado de pobreza y desidia parental, con el marco histórico de la era de Thatcher. Una Gran Bretaña de típicas casas de ladrillos rojos y suburbios ajados que remite a toda una tradición del cine social británico.

El énfasis no es, sin embargo, el mismo que podría hallarse en una película de Ken Loach sino que, muy por el contrario, está puesto en los ínfimos detalles de la convivencia dentro de ese departamento sucio y desordenado, en el cual Liz arma un rompecabezas y fuma su enésimo cigarrillo mientras Ray deja que las cosas ocurran sin influir demasiado en ellas. Si la película parece por momentos estar al borde de un ataque de explotación estética de la miseria, la aparición del humor (un humor extraño, duro, incómodo) y la negativa a dejarse llevar por el golpe bajo o el sentimentalismo terminan dándole forma a un film que no es otra cosa que una extensión o complemento audiovisual de la serie de fotografías que el realizador tomó a lo largo de los años con su propia familia como sujetos. Como un Amarcord más amargo que agridulce, por momentos cercano al primer Terence Davies, Ray & Liz logra convocar algo de piedad pero, por sobre todas las cosas, transforma la catarsis autobiográfica en objeto narrativo de alcance universal.