Ernesto ingresa al bar con paso tan firme como rutinario. De golpe, se detiene. Se refriega los ojos, un impar de veces (tal vez cinco, tal vez siete). Se pellizca. A esta altura, somos bastante obvios en nuestra descripción: Ernesto no puede creer lo que tiene delante de sus ojos. 

El mostrador reluce atiborrado de sánguches de miga, empanadas, pebetes, sacramentos, vigilantes, cañoncitos de dulce de leche, bolas de fraile rellenas con crema pastelera, entre otros panificados con nombres impuestos por los anarquistas a fines del siglo XIX. Más atrás, whiskies de distintas procedencias y licorería de todo tipo. En las mesas, pocillos con café humeantes y medialunas crujientes. De grasa y de manteca. La licuadora agitándose como un secarropas kohinoor mientras destripa frutas y las mezcla con leche con fecha de vencimiento imprecisa.

Ernesto duda. Ve, pero no huele nada. ¿Estará en un sueño? ¿Con los últimos aumentos, los colectivos se transformaron en máquinas de tiempo que llevan hacia un pasado añorado o un futuro deseable? ¿Le pegó mal el medicamento de segunda o tercera marca que toma para la presión? 

El Gallego sale rozagante desde la cocina, agitando su trapo rejilla. Se dio la carmela con negro mate petróleo en una canje con la empresa recuperada Pinturerías Continente. Luce una cadena dorada entre los pelos canosos del pecho. Desde el visor de la lata de galletitas que está en el estante más alto, la cucharacha mueve sus antenas para llamar la atención y le hace señas a Ernesto de que el Gallego se volvió loco.

–¿Estás bien, Galle? –pregunta Ernesto.

–De diez más IVA. O de diez más UVA.

–¿Qué pasó? ¿Qué es todo esto? –insiste, señalando con sus manos como aspas todo el bar.

–Saqué un crédito en una financiera agroecológica. Todo al 400 por ciento anual, Ernest. Y me dieron un Excel para pagar ¿No es genial? 

–¡Es una locura, Galle!

–Quiero tener sensación de que tengo un bar lleno de mercadería. Quiero ir de una mesa otra, portar mi bandeja con orgullo. Tengo nostalgia de consumo de clase aspiracional, Ernest. Así que le metí al crédito como loco e iré trabajando los pagos, como dicen ellos. Que renegocien los que queden vivos. Y que reprogramen los parientes del muerto ¡Ay, la educación financiera, Ernest! Siento que me fluye. Disculpá, debo comunicarme con mi asesor de crédito.

El sociólogo de la posmodernidad pide otro cortado. Atilio hace señas para que le alcancen una medialuna y luego se sube hasta las rodillas las medias que llevan estampadas las manitos limpias del ultimo oso del zoológico de Buenos Aires gestión Sofovich. 

–¡Qué pedazo de revolución del consumo! –dice Ernesto.

–Es genial, es genial. La idea me la tiró mi cuñada, la trainer de CEOS reconvertidos en funcionarios del Estado. 

–¿Qué idea? No entiendo nada, Gallego.

–Es todo utilería. Las botellas, las facturas, los sánguches, las medialunas. Aproveché un remate de Canal 7 gestión Sofovich), mostro. Una genialidad. 

–¿Y los cafés humeantes?

–Es una instalación. Mucho De la Guarda, Fuerza Bruta, viste. Montamos con tres proyectores que envían imágenes cruzadas y te da sensación de 3D. Una capa del marketing político mi cuñadita. 

–¿Pero quién va a querer comprar una medialuna de cerámica, Gallego? 

–Tenés que actualizarte. Ya no vendo más medialunas, Ernesto, ahora las alquilo.

–¿Cómo?

–Sí, te alquilo el café y las medialunas a fracción de treinta minutos. A un precio mucho más barato que si te las estuviera vendiendo, por supuesto. Podés comer, o creer que comés la misma medialuna las veces que quieras. No necesito más proveedores ni reposición de mercadería. No tengo más desperdicios ni fechas de vencimiento ¡Un golazo de la semiótica, Ernesto! 

–La verdad es que a esta no la supo ver venir ni Jean Baudrillard –interrumpe el sociólogo de la posmodernidad, que porta una careta con el rostro de Carolina Papaleo.

El Gallego lo saca a las corridas con el trapo rejilla. Ernesto siente un ruido en el estómago, algo que se despierta, un deseo, una necesidad, que asoma primero con timidez y luego se vuelve irrefrenable. Trata de controlarse, pero sus brazos tiemblan, su mandíbula se mueve, empieza a babear. Las gotas forman en el suelo la cara de Francis Mallman. Mete sus manos en el bolsillo, encuentra unas monedas de cien pesos con la cara de una comadreja y un par de billetes de cinco lucas con las puntas carcomidas por la inflación. Querría evitarlo, pero no puede. El consumo es solo una palabra, hasta que alguien llega para darle sentido. 

–¡Alquilame un café en jarrito y tres medialunas de grasa, Gallego!