Desde Barcelona
UNO De un tiempo a esta parte, Rodríguez confía cada vez menos en la acompasada curvatura de los números redondos. De ahí que (como alguna vez propuso el escritor Enrique Vila-Matas, argumentando que “me irrita de ellos, sobre todo, su injustificado y absurdo prestigio”) opte por adelantarse a ellos; por salir antes y llegar más o menos primero y no preocuparse por el trofeo de lata de latosas y efímeras efemérides.
Así, Rodríguez ya está releyéndola unos cuantos días antes de que Lula Carson Smith –mejor y más conocida como Carson McCullers– cumpla, este 19 de febrero, sus primeros cien años de inmortalidad, y el próximo 29 de septiembre cincuenta de muerta. Y de que esas postales suyas de 1941 para la cámara de Louise Dahl-Wolfe en las que aparece como sureña y aún casi niña prodigio a la conquista de Manhattan en el Central Park (la más famosa, en la que posa seria, las manos sobre la cabeza y con cigarrillo; y la que más le gusta a Rodríguez, misma sesión, en la que ríe a carcajadas que casi pueden oírse si te llevas esa foto al oído) copen páginas de cultura y portadas de suplementos. Y de que –si hay suerte– en algún vagón de metro alguna adolescente luminosa decida que es mucho mejor el latido a solas de un libro que la abundante mala y boba compañía de la pantalla de un teléfono. Y de que Rodríguez la mire fijo de reojo y se pregunte si el felicitarla sería interpretado como acoso y grito y carrera fuera del tren y escaleras arriba y después, como la Frankie de aquella boda, intentar convencerse de que “es mejor estar en una cárcel cuyas paredes puedes golpear que en una cárcel que no puedes ver” y deseando “ser cualquier otra persona que no sea yo” en “un mundo que es de pronto el más súbito de los lugares” y cuya población se divide entre “los que están sueltos y los atrapados”.
DOS Y como suele ocurrirle cada vez más seguido, Rodríguez se aproxima a estas revisiones de los grandes hitos de su pasado (porque, también, cada vez desconfía más de lo que alguna vez le gustó mucho) preguntándose si tendrá sentido el arriesgarse a la captura del ayer en un instante de la hora después. ¿Efecto pasajero o efecto residual? Por suerte, algunas de sus incursiones por las habitaciones del fondo en la casa de su vida, han resultado provechosas. Hay clásicos que son clásicos porque siguen siendo algo fuera del tiempo trascendiendo toda edad y época: las Nine Stories de J. D. Salinger, el cruce del Passatge de Mercader en el Eixample, Barry Lyndon de Stanley Kubrick, el sabor del vermut a media mañana, el lado 3 de The Wall de Pink Floyd, y la memoria ahogada pero siempre flotante de su prima argentina Mirta Rodríguez quien, en el adolescente viaje de Rodríguez a Buenos Aires, una tarde le dijo “Tenés que leer esto sí o sí”. Y esto era la traducción de Bruguera (tapas duras color marrón dulce de leche) de El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers. Y ahora, tantos años más tarde, Rodríguez lo busca y lo encuentra y se detiene al azar en una frase que no tiene nada de casual: “¿Cómo pueden estar los muertos verdaderamente muertos cuando continúan viviendo en las almas de aquellos que quedan atrás?”. Y va al final y vuelve a leer ese momento terrible en el que la joven e iluminada pianista de pueblo Mick Kelly pierde su don (o, lo que es peor, renuncia despechada y voluntariamente a él) y se convierte en una más, en otra del montón, sintiéndose estafada pero prefiriendo no pensar que es ella quien se ha estafado a sí misma. Y entonces el fin de la inocencia sabia y el principio de la culpabilidad tonta. Eso que le sucede al 99% de la humanidad cuando madura para comenzar a pudrirse y se pierde para siempre esa tan desconsoladora pero privilegiada sensación de que el we de los demás no contenga al me propio.
TRES Se supone que –a la hora de sus discípulos y colegas y competidores y enemigos y también creadores de freaks epifánicos de esos que no van por ahí repitiendo y maquinando, como un alucinado predicador robot del Bible Belt, ese “America… First… America… First”– Flannery O’Connor es mejor técnicamente y que las frases de Truman Capote son mucho más perfectas. Pero Rodríguez –tal vez porque llegó primero a ella– sigue estando del lado de Carson McCullers. Después de El corazón… Rodríguez siguió con todo lo demás. Con los cuentos en los que “todo lo que sucede me ha sucedido o me sucederá” conteniendo teorías sobre el amor (para el que se necesitan dos personas que no necesariamente pueden estar experimentando el mismo amor; de ahí que sea más seguro el amar que el ser amado); con ese regimiento gótico que filmó John Huston (pero que debería revisitar David Lynch); con los niños y los enanos y los adolescentes y las gigantas y los agonizantes del final. Todos redactados por una mujer enferma con la certeza de que “sentimos nostalgia por todos esos lugares en los que nunca estuvimos”.
CUATRO Rodríguez relee el final de El corazón… y siente lo mismo que la primera vez (algo como una amorosa patada, no en la cabeza sino en el cerebro) sólo que aún más fuerte y más triste, porque ahora lo entiende ya desde el otro lado. La primera vez se dijo “Nunca leí algo así” y ahora se dice “No he vuelto a leer nada así desde entonces y hasta ahora y no creo que vaya a leerlo”. Un sentimiento único y que, en su pasajera universalidad, contiene a la raíz cuadrada de su maravilla terrible e impiadosa. Inútil pretender o simular que se lo tuvo o se lo conserva (que se tuvo algo así, la sospecha de ser diferente y acaso mejor) cuando nunca llegó o ya se fue. De ahí que a Rodríguez le de un poquito de vergüencita la foto de Suzanne Vega posando muy à la Carson (“Tenía el look de una sabia niña anciana pero también de una antiheroína de film noir”, define la cantautora) en la portada de su nuevo cd en el que quiere sentirse y hacer sentir como Carson McCullers: Lover, Beloved: Songs from an Evening with Carson McCullers. Diez canciones que cuentan y cantan la vida y obra de la escritora –saliendo de un espectáculo montado por la propia Vega– que no están nada mal. Ya no “Mi name is Luka” sino “My name is Lula”. Y Vega es buena y sabe lo que hace, sólo que no es Carson. Y el álbum acaba sonando un poco como se ve cualquiera de esas biopics literarias que se estrenan por estos días: apoyándose en el original para no caerse. Pero aún así –dentro de la síntesis simplificadora de versos y estribillos– momentos muy graciosos como cuando, en primera persona y voz, canta y cuenta que “Ahora Truman Capote estaba hipnotizado / Mesmerizado. Porque se dio cuenta / De que yo sabía que él sabía / Que había plagiado”. Plagiado a Carson, claro, quien –Rodríguez lo comprueba– continúa siendo iniciática y única en su terreno. Aquella que sintetizó todo con un “Por un lado están los que saben y por otro los que no. Y por cada diez mil que no saben hay uno que sí. He ahí el milagro del tiempo: el hecho de que estos millones sepan tanto pero no sepan eso… Así que todo lo que podemos hacer es ir por ahí contando la verdad”.
Es verdad, piensa Rodríguez.
Y –viendo al viento y preparándose el más triste de los cafés– Rodríguez mira la hora en ese teléfono sin agujas y se pregunta cuántos segundos o minutos faltan para su próxima mentira. No lo sabe, claro; él es uno de millones. Intuye, sí, que falta poco, falta nada para mentir más y creer menos. Así que sigue releyendo esas páginas verdaderas para las que el tiempo no pasa (atención: otra centenaria fotogénica y rara será, apenas tres días después de McCullers, su alguna vez compañera de casa Jane Bowles) digan lo que digan todos aquellos más preocupados por redondear números que por un árbol, por una roca, por una nube.