“Teníamos datos de los agujeros negros que nos permitían adivinar su apariencia pero obtener una foto tan milimétrica y rotunda es un acontecimiento inigualable”, señala Daniel Barraco, físico cordobés y director del planetario provincial Plaza Cielo y Tierra. “Es la primera imagen tan nítida jamás obtenida de este tipo de objeto. No hay dudas respecto de la importancia de lo que se ha conseguido”, narra Mariano Ribas, periodista científico y coordinador de divulgación científica del Planetario Galileo Galilei de la Ciudad de Buenos Aires.
Se acabó el misterio: la ciencia consiguió la foto que faltaba. El Observatorio Europeo Austral (ESO) y el equipo internacional Event Horizon Telescope (EHT) comunicaron de forma simultánea en seis ciudades un anuncio histórico para la historia de la astronomía y del conocimiento general. Por primera vez lograron capturar la imagen de un agujero negro, uno de los objetos más misteriosos del universo. La fotografía fue tomada a 55 millones de años luz de distancia, en las entrañas de la galaxia M87. Ahora bien, ¿qué es un agujero negro? La definición de manual indica que “es una región del espacio de cuya atracción gravitacional nada, ni siquiera la luz, puede escapar”. En la Vía Láctea hay cientos de miles y, por lo general, son el resultado del colapso final de una estrella muy masiva. Cuando culmina su vida explota como supernova y el remanente da origen a este objeto de apariencia tan peculiar. Mucha masa concentrada en poco volumen, con una gravedad tan intensa que no permite que nada se escape.
Sin embargo, el de M87 es un agujero negro muy especial. “Es supermasivo y está en el centro de una galaxia gigante, ubicada a más de 50 millones de años luz de distancia. En cuanto a su cantidad de materia, tiene alrededor de 6 mil millones de masas solares y su diámetro es, aproximadamente, el triple del Sistema Solar (40 mil millones de km). En la imagen se observa un anillo bien brillante, un disco de materiales incandescentes (fundamentalmente gases a millones de grados de temperatura) y el hueco que hay en el medio, que a priori no puede advertirse, justamente, es el agujero negro”, describe Ribas.
El horizonte de eventos, en este sentido, delimita la superficie que envuelve el punto central del agujero y que hace que una vez que algo ingresa ya no pueda salir. De hecho, establece la frontera entre lo visible y lo que ya no puede percibirse. Como si fuera poco, toda la materia que rota alrededor se encuentra a altísimas temperaturas. “En este caso, está a 12 millones de millones de grados Kelvin –lo que equivale a 10 a la 12– y ello implica una cantidad de radiación apenas imaginable”, plantea Barraco.
Para cumplir con el objetivo se requirió de la combinación de la potencia de ocho radiotelescopios desperdigados en el mundo, en zonas bien dispares como México, Arizona y Hawai (EE.UU.), Sierra Nevada (España), Atacama (Chile) y en la Antártida. Asimismo, requirió de una inversión superior a cincuenta millones de dólares y el aporte intelectual de más de doscientos científicos. “Los radiotelescopios en red que hicieron el descubrimiento aprovecharon la agudeza de todas sus antenas, que trabajaron en conjunto. Como apuntaron al mismo tiempo al mismo objeto, se favoreció que la imagen sea mucho más clara que la que podría haberse obtenido de manera individual”, apunta Ribas. La anécdota es que la cantidad de la información registrada y acumulada era tan grande que fue imposible transmitirla por internet.
Aunque Sagitario A es el agujero negro de nuestra propia galaxia, el descubrimiento trascendió sus fronteras. “Si desde la Tierra hubiésemos querido observar nuestro propio agujero, habría sido más difícil porque deberíamos haber pasado por todas las estrellas intermedias hasta llegar al núcleo. Sin embargo, como la observación fue de otra galaxia que se halla inclinada respecto de la nuestra, el sueño se hizo posible y el proyecto logró cumplir con su objetivo”, aclara Barraco.
Los agujeros negros, a comienzos de siglo XX, constituían objetos hipotéticos. Una de las primeras reflexiones sobre su existencia derivó de las ideas relativistas y de las ecuaciones matemáticas de Albert Einstein. Sin embargo, los aportes sustantivos al campo llegaron más tarde. Las predicciones de Robert Oppenheimer a fines de los 30 y los nuevos pasos a partir de los teoremas de Stephen Hawking y Roger Penrose durante los 60 fueron los más destacados; ideas que hoy, en definitiva, pueden comprobarse.