Hay que comprar leche, me dice mi mujer. Es una frase que ahora repetimos más a menudo: tenemos tres hijos y por eso siempre comprábamos uno o dos packs larga vida en el súper mayorista, pero la Era del Cambio introdujo la costumbre de comprar sachets de La Armonía, que está en Precios Cuidados y golpea un poco menos el bolsillo. Pero parece que la empresa Mastellone decidió que está muy mal que la gente compre leche a menor precio, y por eso misteriosamente La Armonía empezó a escasear. Lanzaron toda otra línea de La Serenísima en muchos colores –ah, el packaging de colores, eso que analiza tan bien Soledad Barruti en Mala Leche– que atiborra las góndolas pero, claro, no es Precios Cuidados. Entonces compramos de a poco, estamos atentos a que suceda el milagro de conseguir La Armonía.
Voy temprano al Día, porque la Era del Cambio también introdujo la costumbre de ir temprano antes de que se termine, eso que nos decían que pasaba en Venezuela y no sabemos si pasa en Venezuela pero ahora sin dudas pasa acá. Y sí, milagro: hay La Armonía. Pero los milagros en Argentina son módicos, y me informan que solo se venden dos sachets por persona, que son solo para “consumo familiar”. Les explico que en mi familia somos cinco y consumimos mucha leche pero parece que esta ley tácita no contempla a familias tan especiales como la nuestra, con tres pibes que todavía acceden al lujo de desayuno y merienda.
Compro dos sachets. Compro un yogur bebible marca Día, porque en la Era del Cambio se acabaron las primeras marcas. Compro una crema de leche marca Día. Compro unas mantecas en oferta y unas papas fritas también de oferta, porque los pibes insisten con eso de tener algo que masticar mientras esperan que empiece el entrenamiento de fútbol. Son casi 500 mangos: entrego mi tarjeta de débito, la cajera la pasa por el lector y nada. La pasa de nuevo: nada. En la caja de al lado sucede lo mismo. La pasa una tercera vez, se va a consultar al encargado, vuelve y nos informa a todos los presentes que se cayó el sistema, que hay que pagar en efectivo. No tengo efectivo.
Mientras vacío la bolsa, pienso que para cuando llegue al Día que está a seis cuadras, si en algún momento hubo La Armonía seguro ya se terminó. Que voy a tener que pagar lo que a Don Mastellone se le antoje. Que no tengo plata en el bolsillo, que tampoco tengo tanto en la tarjeta de débito como para decir no importa y comprar una leche mucho más cara. Sé que es al pedo pero no puedo evitarlo: hago un comentario en voz alta sobre los dos sachets por persona, el sistema bancario y el modo en que este país se va a la mierda a una velocidad cada vez mayor.
Un tipo menor que yo pero bastante más grande arremete desde la fila de la caja, me grita que por qué me meto con la cajera –cosa que no hice– y se me viene encima. Le contesto que ni me metí con la cajera ni mi opinión es asunto suyo. Te voy a cagar a trompadas, me dice. Tomátelas, me grita. Me empuja contra una pared. El país se va a la mierda por culpa de tipos como vos, vocifera a centímetros de mi cara.
Nunca fui un peleador, creo que solo una vez me agarré a piñas en la adolescencia: no siento ninguna cobardía en irme con un comentario sobre el desmesurado tamaño de sus pelotas y dejarlo gritando solo, y sobre todo no veo el más mínimo sentido en embarcarme en una pelea física por un comentario si se quiere banal.
Pateo las seis cuadras hasta el otro Día alterado pero pensando. Pensando en la miseria que nos atenaza, no solo económica. En un tipo que probablemente tiene los mismos problemas que yo –dos sachets por persona, señor, son para consumo familiar– pero quiere agarrarse a trompadas en un supermercado a las nueve menos cuarto de la mañana. O quizás precisamente porque tiene esos problemas necesita desquitarse con alguien, el que sea, quien sirva de punching ball para descargar la angustia. O quizá cree de verdad que quienes criticamos en voz alta la Era del Cambio somos responsables de que todo vaya tan mal. No importa. Lo que importa es que nos hundieron en una sociedad enferma, triste, violenta, acorralada, desesperada, siempre al borde de la explosión, de la reacción desmedida, de la necesidad de pisar al otro, de empujarlo contra una pared. Que la escasez de La Armonía es una excelente metáfora de nuestra escasez de empatía.
En el siguiente supermercado, doble milagro: tienen la leche de Precios Cuidados. Le explico al cajero que tengo tres hijos y le pregunto si puedo llevar dos descremadas y dos enteras, si las podemos considerar como dos productos distintos. Le pregunta al encargado y me dice que sí, y susurra mirando alrededor: “Pero en la caja mostrá solo dos porque si te ve alguien nos van a querer matar”.
La armonía.