En la actualidad existe un acuerdo discursivo sobre el modelo político en el que el sistema mundial se asienta y sostiene, entendiendo que el sistema republicano y democrático es aquel que nos posibilita –con todas sus falencias– convivir a todxs, con nuestras diferencias, en las sociedades contemporáneas.

La institucionalidad política y jurídica de cada estado da el marco en el que esa posible convivencia, con las diferentes complejidades y conflictividades singulares, se debería hacer efectiva.

Difícilmente algún dirigente político pueda sostener públicamente que crea o promueva un modelo en el que no quepamos todxs, mucho menos aún que se explicite que algunos sectores de la sociedad deben ser dejados afuera, aunque con la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos se haya iniciado un nueva era en la que los discursos políticos no buscaran el empeño de lo políticamente correcto, tal como lo afirmó, recientemente, Pablo Gentili.

En estas latitudes, aún se sostiene que se busca la felicidad de todxs, y una parte importante de la ciudadanía confió o apostó en aquellos que prometían el fin de una sociedad dividida y convidaban cuotas de esperanza a base de viejas recetas y globos de colores.

Más allá de la extracción social y política de quienes se ofrendaban, con pocas palabras, como los protectores de la república, lo cierto es que aquel discurso caló a lo largo y a lo ancho del país, y atravesó clases sociales.

La felicidad de todxs, sin embargo, no llegó. Parece que si bien puede ser de muchxs –aunque por ahora es sólo patrimonio de pocos– resulta imposible que sea de todxs. 

Uno podría clasificar los modelos políticos de múltiples maneras y con infinitas categorías, pero aquí, tomaré solamente dos, simplificando de un modo ordinario el análisis: i) los que amplían derechos, es decir, otorgan más derechos a la mayor cantidad de personas; y ii) los que amplían derechos para unos pocos a costa de restringirlos a muchos otrxs. 

Explicitar el segundo proyecto social resulta políticamente incorrecto, por lo menos lo era, es por ello que para poder llevar adelante este programa político resulta esencial contar con que la opinión pública asienta, promueva y hasta reclame la restricción de derechos a ciertos no-ciudadanxs, de modo tal que la dirigencia se vea obligada a actuar para complacer aquellas demandas.

De este modo, el poder de los medios de comunicación –que ha sido imposible limitar o condicionar como correspondería para fortalecer nuestra democracia– tiene una incidencia central y protagónica en ciertas construcciones sociales que configuran actitudes de la mayoría de las personas.

Montándose en prejuicios históricos o coyunturales se articulan discursos plagados de inexactitudes que, a fuerza de la repetición, convencen hasta el más atento televidente.

De repente, nadie duda que los empleados estatales son vagos y ñoquis, y que además todos son militantes políticos; que los investigadores del Conicet se dedican a indagaciones sociales retoricas pagadas por todxs; que los inmigrantes indocumentados son los que utilizan nuestras facultades, nuestros hospitales, además de vender droga; que los piqueteros y militantes sociales realizan cada protesta porque quieren más planes –no trabajar– y porque los llevan punteros políticos; que los manteros y vendedores ambulantes se enriquecen no pagando impuestos mientras ensucian el paisaje urbano con su presencia; que los adolescentes de 14 y 15 años son una de las causales fundamentales de la inseguridad en la que vivimos; que los mapuches son terroristas y que los financia ETA, la FARC y los kurdos, y así podríamos seguir enumerando las construcciones discursivas a la que nos someten a diario.

De ahí que cuando se restringen derechos a los migrantes, a los indígenas, cuando se despiden trabajadores estatales, cuando no se renuevan becas, cuando se limita los servicios de salud y educación para extranjeros, cuando se criminaliza y reprime a dirigentes políticos y a comunidades indígenas; cuando se propone modificar el código penal, bajar la edad de la punibilidad; eliminar programas sociales, se cuenta con fuertes consensos sociales para ello.

La felicidad no puede ser de y para todxs. Para ello, el proyecto debe limpiar la sociedad, higienizarla y homogeneizarla.

Limpiar las calles de protestas sociales, limpiarla de vendedores ambulantes, trapitos y de extranjeros que vendan carteras; limpiar la administración pública de la grasa militante; limpiar la Patagonia de mapuches rebeldes; limpiar las universidades de estudiantes de países limítrofes. 

La felicidad requiere previamente un buen fregado, barrido y baldeo –aunque también blanqueo, pero de capitales– de aquellos que nos empañan nuestra convivencia feliz.

Para cada tarea de higiene social intervienen funcionarios de distintas competencias y poderes, siempre bajo la mirada complaciente, benévola o indiferente de una parte de la comunidad.

El efecto de esta desinfección es devastador para los impuros/no-ciudadanxs, pero además tiene un efecto diseminador y disciplinador para el resto de la sociedad. Mejor no milito, mejor no protesto, mejor acepto la reducción horaria, el cambio de turno, el trabajo en negro, la esclavitud en un taller clandestino. 

Está de más decir que tampoco conlleva la felicidad de muchxs. 

Debemos, sin importar nuestras diferencias políticas y como una obligación ética, repensar nuestra institucionalidad, repensar el país que queremos, el modo de convivencia al que aspiramos. Reconocer las conflictividades que existen, hacernos cargo de ellas, dialogar una y miles de veces y, si no nos alcanza, seguir dialogando. La debilidad de nuestro sistema democrático, ya no pensado como inestabilidad, sino como fragilidad en el aseguramiento de los derechos de todxs, debe ser nuestra consigna de trabajo para el futuro.

* Abogada de derechos humanos. Docente UBA