La luz instala un espacio transparente. El gallinero y la casa pobre con esa cama al fondo donde Ana intenta dormir pero no hace más que quejarse por tanto alboroto doliente. Es que el lugar tiene demasiados ruidos. Los cazadores que se avecinan y podrían matar a cualquiera y el canto de algún gallo que debe haber caído en las garras de un ladronzuelo.
En Gallo resuena El coronel no tiene quien le escriba como inspiración y como un retrato doméstico donde la descripción del lugar cobra un sentido político. Si en la nouvelle de Gabriel García Márquez la pareja de ancianos vivía de ese gallo de riña, aquí el ave es el macho que proporciona huevos a las gallinas, espécimen productivo en una llanura desolada, muy borgeana en el encanto filosófico que Nacho De Santis encuentra en ese verdor pueblerino que ahoga.
La peste que toca el cuerpo joven de Julián es la forma que su madre y su abuelo encontraron para nombrar el amor. En esa pareja destemplada que el padre y la hija soportan obligados por la miseria, ya no hay cariño. Ana solo puede amar a su hijo y sentirse atraída por Marcos, el amigo adolescente que pertenece a la clase social de los afortunados. En esa amistad joven que Marcos y Julián engarzan como la única esperanza en un mundo derrotado, se estampa el secreto que no podía tener otra materia que la escritura.
Escribir cartas de amor es la tarea que Julián quiere ocultar de la vigilancia deseosa de su abuelo y su madre. Claudio no sabe leer, entonces, para llegar a las palabras necesitará de un cómplice.
La juventud es en Gallo un territorio que los adultos quieren invadir y destrozar pero al que también se acercan para capturar una experiencia que los abandona. Marcos y Julián son el alimento que Ana y Claudio necesitan para no morir, como dependen de ese gallo que alguien robó pero del que todxs hablan para darle una entidad de personaje milagroso, casi salvador.
Adriana Ferrer realiza una composición inmensa de Ana como una mujer que se saca la ropa del trabajo doméstico para mostrar que es hermosa, deseable y que puede volver a su viejo oficio de puta si la economía escasa lo requiere. Pero lo que importa es ese dolor que se impone como si estuviera atada a él por un lazo que la define y del que no se puede apartar demasiado sin diluirse. Hay en ella un relato hostil que se atempera cuando la palabra pasa al hijo. La calma de los jóvenes, el disfrute al armar esa carpa y montar guardia durante la noche, tiene poco que ver con el estado de guerra en el que parece vivir su entorno. Las armas están siempre al alcance de la mano, aprender a tirar es señal una hombría que Julián siempre rechaza y el servicio militar todavía es una travesía posible.
En Gallo hay una tristeza del recuerdo encendida en actuaciones que parecen golpear ese aire sucio de campo. Valentino Grizutti tiene la magia de un adolescente de cara radiante, tan personal en su modo de plantarse en escena como atípico en su belleza y en la manera de hacerle entender a su cuerpo que precisa de la amistad de Marcos como lo único propio en ese gallinero adonde los adultos parecen querer encerrarlo. Allí Claudio y Ana conocerán la escritura de Julián y el miedo que el acto de escribir provoca en el abuelo, será custodiado por esa literalidad que los adultos rescatan de la palabra del hijo sin poder distinguir que es orgullosamente poética. Donde Julián hace literatura y construye una ficción que lo separa de ese realismo de la amargura, su madre y su abuelo solo pueden leer la peste del amor de la que quisieron protegerlo inútilmente.
Gallo se presenta los viernes a las 20 en Espacio Callejón.