Una herramienta de libertad. La individualidad al servicio del otro. Una pregunta con respuesta. El juego inmediato. Bill Frisell se entusiasma hablando de lo que considera un ejercicio fundamental para que cualquier músico pueda vibrar en torno al jazz y sus esencias: tocar en trío. Entre las innumerables experiencias de la larga y fecunda carrera de este guitarrista, una personalidad compleja en los vaivenes del jazz actual, la formación en trío tiene un peso importante y, de una manera u otra, regresa periódicamente. Quedan en la memoria, por ejemplo, los que formó con Dave Holland y Elvin Jones (2001) y Ron Carter y Paul Motian (2006), el más experimental con John Zorn y Georges Lewis (1992) o el que regularmente sostiene desde hace dos décadas, junto a Kenny Wollesen en batería y Tony Scherr en bajo. Con este último se presentará mañana en la Sala Sinfónica, en la apertura de la temporada 2017 del Centro Cultural Kirchner.
“Con Kenny y Tony formamos un trío, luego un grupo más grande, luego fuimos haciendo diferentes cosas cada uno por su lado... Pero siempre volvemos a la formación de trío, aunque cambiando, así aprendemos nuevas cosas”, explica a Frisell a PáginaI12 desde San Francisco. “Hay tanta música que podemos tocar, muchas direcciones que podemos tomar... Entonces es una situación increíble para mí, porque todo se da de manera espontánea: cualquier cosa que esté en nuestra mente en ese momento puede ser un tema para desarrollar. No necesitamos hablar ni discutir nada, lo que hacemos es muy libre en ese sentido”, asegura. Y es por eso, explica, que no puede anticipa el repertorio que encararán. “Es que todo está determinado por lo que pase ese día, por el modo en que nos suene el lugar, por lo que se genere entre nosotros y, en gran medida, por la comunicación que logremos establecer con el público. Es un viaje que emprendemos juntos, y cambia cada vez”, define, e invita: “Espero que el público comprenda que esto no es como un show”.
–Si no es como un show, ¿cómo lo definiría?
–Para mí es como una pintura real de mi imaginación. La música es siempre disruptiva, líquida, se mueve todo el tiempo, nunca se queda en un lugar. Entonces en mi imaginación está ese océano de melodías y sonidos. Cada vez que tocamos saltamos a un océano para ver qué hay ahí, en ese momento. Es algo sorprendente, realmente lo siento así, especialmente con este trío. A veces puede ser aterrorizador en el momento de salir a escena, pero es que el recorrido necesariamente se define en ese momento, porque allí comienza el viaje. por eso, en un concierto como éste, podríamos tocar un tema de John Lennon, o un standard, o un blues, o un tema propio, o una canción de Bob Dylan... Puede ser cualquiera, pero además, siempre será distinto. Me inclino por confiar en la música: ella siempre me dice qué hacer.
El country, el rhythm and blues, el folk, el rock, la balada, son algunos de los condimentos de una idea personal de jazz. Bolero, tango, bossa, folklore de distintas latitudes, música contemporánea, funk y pop del útil, también pueden eventualmente encontrar ciudadanía en la música de Frisell, que supo incluso imaginar bandas sonoras para filmes mudos de Buster Keaton y ambientaciones para muestras de pinturas, como en su disco Richter 858 (2005). O para fotografías, en el caso de Disfarmer (2009).
Para el guitarrista, más que por el virtuosismo, los desarrollos de la forma o la tradición del trío, esa idea tiene que ver con el sonido. La música de Frisell es la búsqueda de un sonido. Ahí se funden su personalidad y su estilo, que está más allá de su instrumento y acaso del jazz mismo. Una búsqueda que comienza desde los primeros discos para el sello ECM: In Line (1983), a dúo con Aril Andersen, y los tímbricamente más articulados Ramblers (1984) y Works (1987). Discos distintos entre ellos, pero ligados por un lenguaje con rasgos de experimentación que lo acercaban a lo que entonces podía ser una idea europea de jazz, sostenida por el aura del sello del productor alemán de Manfred Eicher. O Lookout for Hope (1988), Is That You? (1990) y Where in The World (1991), en distintas formas de cuarteto, más concretamente conducibles al downtown neoyorkino.
El toque terso y dócil sobre un tiempo mesurado se desarrolló en una discografía riquísima por su variedad, que podría encontrar más momentos indicativos en Have a Little Faith (1993), donde Frisell va detrás de la idea de un repertorio clásico norteamericano. O en Blues Dream (2001), que gira en torno a la tradición del blues. O en Floratone (2007), que resulta más abstracto, construido sobre grooves del baterista Matt Chamberlain. O, más acá en el tiempo, en All We Are Saying (2011), con versiones de temas de John Lennon; en Lágrimas mexicanas (2011), junto al brasileño Vinicius Cantuária; en Big Sur (2013), dedicado al folk y al country; en When You Wish Upon a Star (2016), con canciones que formaron parte de la banda de sonido de películas de cine y series de TV; y en otros como Silent Comedy, de 2013.
–Usted comenzó estudiando clarinete. ¿En qué momento eligió la guitarra?
–Cuando era muy chico tocaba el clarinete en la escuela, en bandas y orquestas. Tenía 9 o 10 años cuando empecé a estudiar el clarinete y lo toqué por mucho tiempo. Creo que paralelamente estuve interesado en la guitarra desde siempre, pero fue algo hacia lo que fui por las mías. Con el clarinete, mis padres, que no eran músicos pero apoyaron y alentaron mi interés por la música, me decían: tenés que practicar una hora por día. Era más una obligación. Con la guitarra nadie tenía que decirme nada, yo amaba tocar la guitarra.
–¿Esa suavidad aérea en su sonido de guitarrista viene del clarinete?
–Definitivamente sí, el clarinete tiene una influencia en el modo en que toco la guitarra. Toqué el clarinete por muchos años y está en mí ese aire, esa manera de respirar. Cuando toco la guitarra nunca pienso en eso, no es algo consciente, pero evidentemente está. Ocurre naturalmente que estoy respirando o estoy fraseando con la guitarra del mismo modo en que respiraría una frase con el clarinete. Es como si cantara la melodía. Haber tocado clarinete en muchas formaciones, en bandas, orquestas, en grupos de música clásica, influyó en mi modo de tocar la guitarra.
–Entonces cuando sus padres les decían que estudiara clarinete una hora a día, no estaba tan mal…
–No, al final no! (risas). En verdad estoy muy feliz y agradecido de haber podido tener esa formación bien sólida. Aprendí mucho de ritmo, armonía, a leer música, y sobre todo toqué mucho. Fue un buen punto de partida.
Nacido en Baltimore en 1951, Frisell pasó su juventud en Denver y estudió música en la Universidad de Nord Colorado, antes de llegar a Boston para estudiar en la Berklee –entre otros con Jim Hall–, y en Nueva York curiosear por las huestes del free-jazz, colaborar con John Zorn y su Naked City y más tarde formar un trío con Joe Lovano y Paul Motian y consolidar su lugar en la música estadounidense. Ryuichi Sakamoto, Ginger Baker, David Binney, Joe Lovano, Lyle Mays, David Sylvian, Marianne Faithfull, Chet Baker, Jan Garbarek, Elvis Costello, Stefano Bollani, David Sanborn, Mike Stern, Jack DeJohnette, además de cantautoras de perfiles diversos como Bonnie Raitt, Gabriela, Lucinda Williams, Rickie Lee Jones, Shawn Colvin, son algunos otros nombres que se suman en una discografía cuantificable en alrededor de treinta títulos propios y más de cincuenta colaboraciones, pero inconmensurable en volumen artístico.
–¿En qué momento de su vida descubrió el jazz?
–Fue hacia el final de la secundaria, a los 16, 17. Digamos que ya era bastante grande. En realidad de adolescente estaba más interesado en el rock, el blues. A los 13 años en el show de Ed Sullivan vi a Los Beatles y de ahí a poco aprendí sus canciones. Podría decir que aprendí a tocar la guitarra con las canciones de Los Beatles. Más tarde escuché un disco de Wes Montgomery, lo recuerdo perfectamente, y fue un descubrimiento radical, una revolución en mi mente. Digamos, un antes y un después.
–¿Cómo se lleva con los rótulos? ¿Se siente cómodo dentro del jazz?
–Yo me siento bien con todas las etiquetas: jazz, blues, clásico. Es decir, entiendo que tenemos que tener alguna guía para saber de qué hablamos. Pero no hay que dejar de pensar que la música puede y debe ser más que eso. Si nos quedamos en lo que indica la etiqueta, la música que hagamos siempre será algo artificialmente delimitado y definitivamente acotado. La música es un territorio inmenso, sin límites, y la amo por eso. En mi imaginación está todo junto: Charlie Parker, Jimmy Hendrix, todo está ocurriendo al mismo tiempo. Cuando toco con este trío, por ejemplo, todas esas cosas están ocurriendo de una vez. Naturalmente no hay etiquetas, solo suceden. Si después las necesitamos para tener alguna referencia mínima al entendernos, para mí está bien. Pero sería muy tonto pretender que se trata sólo de eso.
–Entonces más allá de las etiquetas, cuando lo escuchamos podemos escuchar todas sus influencias...
–Espero que sí. De todos modos, sobre una misma música cada uno puede escuchar algo diferente, porque pone en juego sus propias influencias. Eso es lo asombroso de lo música.
“Es terrible lo que pasa en mi país”
En sus elecciones de repertorio, Bill Frisell siempre tuvo inquietud para ir más allá del estándar de jazz, en busca de otro espacio que pueda contener una idea de tradición nacional. Lo que la crítica nombra como “música americana” es el encuentro entre muchos de los géneros que constituyen la identidad musical estadounidense: country, blues, hillbilly, bluegrass, folk y los vislumbres de jazz y rock and roll. Cantos y sonidos que descienden de los campos de algodón, del ámbito rural. Frisell se apropia de todo ese legado, lo reformula desde su perspectiva y lo conduce a otro plano. “Esa es otra cosa que no está pensada, ocurre naturalmente, porque inevitablemente ahí aparece mi origen: lo que escuchaba cuando era chico viendo televisión, o en la radio. Supongo que es el reflejo del lugar en el que vivo”, reflexiona el guitarrista. “Yo amo el tango, pero nunca va a aparecer de modo textual en mi música, porque no crecí con eso. En cambio, naturalmente aparece reflejado todo aquello con lo que crecí. Pero no es que estoy continuamente tratando de ‘ser’ estadounidense. ¡Sobre todo ahora!”, se ríe.
–Hablaba de música, pero acaba de dar una definición política…
–Bueno, no sé ni qué decir… Todos estamos muy preocupados, desorientados, ¡shockeados!… Es realmente aterrorizador lo que está pasando en los Estados Unidos. Terrible. De verdad terrible.
–Suena como si no pudiera creer que Donald Trump sea el presidente de su país.
–No, todavía no lo puedo creer. Es algo que está más allá de lo que jamás hubiera podido imaginar para mi país. Es como una pesadilla en la que cada día decís: bueno, ahora me despierto y fue un mal sueño. Pero no, sigue ahí para nosotros...
–Y para el mundo entero…
–Sí, sé que es algo que afecta al mundo entero. Y no sé qué hacer. Quiero decir, lo único que sé hacer es tocar música… Pero después, cuando veo a toda esa gente junta, movilizándose, cuando veo que somos muchos los que decimos: “esto no puede ser”, pienso que podríamos estar bien. Tiendo a creer que los razonables somos fuertes, y que nos haremos oír por sobre un minúsculo grupo de enfermos. Por lo pronto, una sola cosa tengo clara: tenemos que mantenernos juntos.
–¿Cree que algo de esto puede expresarse a través de la música?
–En mi caso, definitivamente: la música es mi voz. De hecho, si quiero hablar y expresar alguna idea, como recién, siempre me cuesta más decirlo con palabras que con música. Cuando estoy dentro de la música, siento que esa es mi verdadera y mejor voz, con la que puedo decir todo lo que quiero decir. Me siento de afortunado de tener esa posibilidad.