El desopilante episodio que se suscitó en una playa argentina cuando seis patrulleros –y casi todo un cuerpo de policías– pretendieron desalojar a tres mujeres que hacían topless mientras tomaban sol en la arena llegó a la justicia y el juez interviniente dictaminó que el topless no constituye delito alguno. Como resultado, varias organizaciones de mujeres convocaron a “tetazos” en diferentes ciudades para hacer frente a este retrógrado exabrupto de la policía bonaerense, desde ya muy afín al pensamiento misógino que alienta este gobierno, cuyo primer mandatario no hace mucho alentaba los piropos groseros porque “a todas las mujeres les gusta que les digan piropos, aunque sea qué lindo culo que tenés”.

Lo sorprendente es que un gigante de las redes sociales como Facebook haya tomado partido por la Bonaerense, al bloquear una foto de RosarioI12 en que la actriz Carla Saccani mostraba sus pechos para convocar al “tetazo” en esa ciudad. El hecho amerita un par de reflexiones concernientes al esencial tema del pudor.

El imperio del ciberespacio ha subvertido las categorías de lo íntimo, lo público y lo privado. Hoy las redes sociales exponen –en una suerte de galería que atraviesa idiomas, clases sociales y fronteras–, detalles que antaño hubiera sido impensable compartir, a veces con resultado trágicos, tal como por ejemplo evidencian los casos de cyberbullying. ¿En qué consisten los peligros que, para la sensibilidad de una persona, pueden acarrear estas nuevas fronteras subjetivas? ¿Dónde está el límite? 

La vergüenza y el pudor pueden ayudarnos en nuestra pesquisa. La primera es un afecto primario de la relación al Otro, que por estar usualmente ligada a la culpa, suele inhibir, y no siempre a favor de la preservación del sujeto. Es cierto que la vergüenza es sinónimo de incomodidad o de invasión, aunque no siempre el rubor es el resultado de un atropello o transgresión. Nuestra intimidad se expande cuando Spinetta canta: “te robaré un color”. Y otro tanto ocurre con el trabajo del duelo, esa ceremonia íntima que sin embargo se hace pública para que una persona, a condición del debido respeto que se le debe a su dolor, admita ceder el objeto perdido. Es posible entonces que la intimidad refiera esa zona de la privacidad que admite ser compartida con el semejante, una suerte de entrega que el pudor acepta brindar si en el encuentro prima el respeto y el reconocimiento. No en vano dice Lacan que “el impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro”. Aquí considero que reside el punto clave, cuál es la actitud con que una persona hace presente su cuerpo –que desde ya incluye la voz, (la misma que dice: “qué lindo culo...”)– en el área íntima del semejante. Tres mujeres recostadas haciendo topless en una playa convocan seis patrulleros y un cuerpo de policías. ¿De quién es el impudor? 

* Psicoanalista.