Las personas, dice la psicogeografía, le imprimen su experiencia al paisaje. El proceso también se da a la inversa. Whitechapel, el barrio de Londres donde mató Jack el Destripador, emanaba la violencia que terminó encarnada en ese asesino sin cara, un asesino de mujeres, además. Un monstruo de la imaginación del lugar. El asesino de Muere, monstruo, muere, la película de Alejandro Fadel, también es una encarnación del paisaje: el aislamiento, lo reprimido y lo secreto, lo que se esconde en la belleza desoladora de las montañas. Hay, dice el director, una investigación sobre ciertas formas de control masculino: a través del miedo, de la policía, de la medicalización. Pero, aunque el estudio sobre las ideas patriarcales es claro –las mujeres pierden, cuando son asesinadas, la cabeza— no es posible reducir Muere, monstruo, muere a una metáfora sobre la violencia machista, porque es solo uno de los temas que la película explora. Muchos otros directamente no los explora: se sugieren e insinúan; la inquietud, el quiebre de la realidad y la incertidumbre son elementos fundamentales para el miedo y por eso, a veces, la película resulta desesperante y ayuda a esa desesperación lo inexorable de las muertes, de la violencia y del deseo, mientras el paisaje observa, inexpresivo, aquello a lo que ha dado vida.
Una de las exploraciones más interesantes de Muere, monstruo, muere, en la que el Mal se roza con ciertas ideas del ocultismo, es la que se hace del lenguaje. David, el esposo de Francisca, uno de los tres vértices del triángulo que forman con el policía Cruz, está atormentado por voces. Las voces lo enferman. Es el brujo de la película; también el sacrificio y, en ocasiones, el exorcista. Habla de “una voz tonta” que le repite “muere, monstruo, muere”. Está enfermo. Es contagioso. Aleister Crowley y después Alan Moore, el guonista de V de Vendetta, Watchmen y Desde el infierno, que piensa al Destripador desde la psicogeografía, hablan de la magia como una enfermedad del lenguaje, un proceso patológico de reinventar el lenguaje para producir cambios en la realidad. Esa “enfermedad” suele interpretarse como la imaginación. Y si el lenguaje crea significados y realidades, la palabra psicotizada, el discurso alucinado, produce alteraciones en esa realidad que estarán, también, distorsionadas.
“El amor es tan difícil de expresar como el miedo”, dice Fadel. Su película, por suerte, no trata de explicar sino que gesta una realidad terrible y hermosa que no puede más que terminar con ese monstruo explícito; ya no puede esconderse porque no hay palabras para domesticarlo.