La idea de que cualquier ciudad puede ser, en sí misma, un laberinto, no es precisamente original. En cierto modo, eso es lo que hace encantador a cualquier punto geográfico. Digamos, la posibilidad misma de que un transeúnte poco avezado, de que alguien que no tenga la más mínima idea de cómo es la ciudad, cómo se organiza, cómo se mueve, pero que al mismo tiempo no puede escapar de su encanto, decida voluntariamente dejarse llevar por calles que terminan en cualquier lado, en búsqueda de singulares aventuras. Algo de eso puede encontrarse en la primera novela de Juan Pablo Bertazza, Síndrome Praga: la historia de alguien perdido en una ciudad, atrapado en una aventura inesperada que, a poco de iniciada, dispara todo el argumento para el lado menos pensado. Como una buena novela siempre termina haciendo, esto es, comportándose como una ciudad y dejando que el lector, a modo de turista, se pierda para siempre en sus complejos recovecos.
El relato comienza con el protagonista puesto en una posición incómoda, bien al estilo de Karl Rossman en América, obra del autor checo por definición, Kafka. Recién arribado, trata como puede de entender una lengua que no tiene nada en común con el castellano para poder registrarse en el hotel que lo albergará en los primeros días de su estadía. Poco a poco, descubrimos que eligió Praga como ciudad tras ser convencido por Iván, un “emprendedor” que lo contrató como guía turístico. Si bien desconoce por completo el lugar, nuestro improbable héroe aceptará el trabajo, dejará atrás sus años como animador de fiestas y eventos en su país natal, y se dispondrá a tratar de conocer a la ciudad al mismo tiempo que las personas de los contingentes que tiene a cargo. Sus compañeros son tan o más misteriosos que él: un egipcio que ama a su país, que habla castellano por haberse enamorado de una colombiana, que encima se hace llamar Gonzalo, pero que, extrañamente, vive y trabaja en ese paisaje tan ajeno y complicado; Roa, otro guía, competitivo y soberbio; y Katka, con vínculos con la cultura argentina y que hará las veces de interés romántico de “Jerónimo” (tal el nombre que Iván le puso cuando entró oficialmente en la agencia). Pero aquí viene lo más interesante: lo que parece una novela concentrada en las vicisitudes de un extranjero atado, por un lado, al recuerdo de su país y, por el otro, al profundo desconocimiento del mundo que se va abriendo a cada paso que da, presenta un giro sorpresivo a las pocas páginas de comenzar. ¿En qué consiste ese giro? Uno fantástico, bien se puede decir. En Praga, una extraña enfermedad acecha a los habitantes. Una enfermedad que tiene como único síntoma la disposición, sobre la frente de los afectados, de cuatro números. Esas cuatro cifras no marcan otra cosa sino la fecha en la que la persona afectada va a morir.
La novela de Bertazza se mueve con comodidad en dos registros: por un lado, es un relato melancólico de alguien que está lejos de un mundo familiar. Por el otro, es un texto que recupera el tópico de la ciudad invadida por una enfermedad, pero le da una vuelta para convertir a ese dato en un gran pretexto para la aventura. O sea: Síndrome Praga termina siendo una épica melancólica con un héroe que putea y se siente boludeado, pero que también se toma el tiempo para escribir lo que pasa cada uno de los días, como si estuviese buscando en esa serie de hechos alguna clave no con respecto a esa peste misteriosa, sino en relación a su propia vida. Porque, en definitiva, ¿qué hace allí? ¿Para qué aceptó ese trabajo? La clave de lo argentino, en definitiva: volverse cada vez más representativo del conflicto del ser nacional, con sus misterios y sus ademanes, en tierras ajenas.
Quizás un punto de comparación de Síndrome Praga sea Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares. La idea de un cruce de cierto modo del tono coloquial, pero no exagerado, con la posibilidad de vivir un “momento interesante”, en donde toda intención de realismo se deshace, se realiza en las dos obras, convirtiéndolas en novelas que pueden leerse en una clave tanto introspectiva, y hasta filosófica, como ligada a lo entretenido de las peripecias. Las entradas del diario del protagonista, también, conservan ese detalle de la captura de lo cotidiano: vamos acompañándolo en el descubrimiento de iglesias, leyendas locales (como las del pueblo judío y el gólem, una referencia que hace también al funcionamiento del argumento del libro) y hasta comidas, pudiendo ver desde su perspectiva datos de un mundo imposible para nuestra mirada. No sorprende el hecho de que Bertazza haya escrito la novela como parte de la beca Praga Ciudad Literaria: hay algún que otro fragmento de lo real que se adivina en la escritura, como si la forma diario y los detalles de las palabras aprendidas y las comidas digeridas hablase mucho de una experiencia concreta utilizada como material literario.
Viniendo de una obra poética que incluye textos como Los que no hablan (2010), La revolución tranquila (2015) y La revolución de terciopelo (2017), entre otros libros, Bertazza tiene en Síndrome Praga no sólo una primera novela, sino un libro que desborda por completo esta categoría. Termina siendo una historia profundamente literaria, no por exceso de referencias o guiños cómplices, sino por un modo de hacer fino, prolijo, que va incluyendo todas esas referencias y modos de una manera tan sutil, tan poco puesta por delante, que una vez terminada la novela puede descubrirse en un esfuerzo de lector atento las particulares elecciones que fue tomando el autor a lo largo del texto. Otra vez, el lector cae presa de un laberinto muy bien organizado, que funciona como la ciudad que descubre el protagonista, como el “metejón” que lentamente va desarrollándose en relación a Katka, o como la masa de afectados por una enfermedad que tiene más de calendario que de condición médica.
En definitiva, Síndrome Praga es una novela que se convierte en digna representante de ese género defendido por Borges en el prólogo a La invención de Morel. Una obra con un argumento imaginado que recurre a la referencia mimética, a la representación, sólo para hacer verosímil ese universo. Universo que después se resquebraja, pero que tiene que estar ahí, armado, entendido. Ese procedimiento está en esos dos autores, pero también en el citado Kafka, también en Albert Camus, en algún punto. Podríamos decir que la novela de Juan Pablo Bertazza rinde su tributo a la mejor tradición literaria de nuestras costas, que a veces resuena en la obra de algún que otro extranjero: la mejor y más fina literatura fantástica.