Una semana atrás la humanidad vio por primera vez la foto de un agujero negro, después le tocó el turno al incendio de la historia encarnado en las llamas de Notre Dame multiplicadas en las redes. Con sólo uno de estos dos acontecimientos Dan Brown se escribe una saga de novelas conspirativas, pero los que seguimos las necrológicas sabemos que las noticias vienen de a tres, como en los guiones de cine bien ordenados. Al igual que la carta robada de Poe, el tercer acto de esta obra ya estaba por acá cerca y no nos terminábamos de dar cuenta.
La noticia de la jubilada que se quiso suicidar tirándose ante una formación de subte en la estación Lavalle de la Línea C me puso la piel de gallina casi sin detenerme a pensar en ello: fue algo instintivo, que ningún agujero negro ni catedral pueden generarme. El argumento de la obra está claro: podemos mirar hacia el final del universo o hacia el pozo de la historia, pero lo que te puede destruir está acá nomás, y por eso preferimos no mirarlo a los ojos.
Según leo por ahí, la señora se salvó porque la maquinista pudo detener el tren a tiempo. En una de las fotos que circularon en las redes se puede ver a los empleados del subte charlando con ella, tratando de devolverla al andén. La señora dijo que tomó su frustrada decisión fatal porque no le alcanza la plata para remedios ni alimentos, y no quiere ser una carga para sus hijos.
Los que suelen viajar tanto en trenes como en subte, saben que los suicidas son más o menos habituales. Especialmente cuando llegan las fiestas de navidad o año nuevo, por ejemplo. Para que eso no suceda, de hecho, en algunos subtes europeos hay protecciones en los andenes que encajan con las puertas de los vagones, para que el salto ante la formación que ingresa en el andén no sea posible. Aquí, en cambio, en plena crisis económica, la novedad es que los tecnócratas han inventado contenedores de basura con cerradura, no para que los desesperados no puedan suicidarse, sino para que no puedan intentar buscar algo parecido a la salvación o apenas la supervivencia revolviendo entre lo que otros desechan.
Lo más fascinante del poscapitalismo es que sigue convencido de que la historia ha terminado, entonces no se preocupa por borrar sus huellas. No concibe ninguna Bastilla en su futuro que no pueda exorcizar con focus groups o memes mentirosos por WhatsApp. Pero entregarse al destino desde la vereda de enfrente y simplemente desear (y dejar) que el fuego lo devore todo de una vez siempre ha sido la peor solución posible. A fin de cuentas, la verdadera noticia de nuestra pieza en tres actos no es que alguien haya intentado suicidarse arrojándose bajo las ruedas de un tren o de un subte, sino que ese tren haya llegado a detenerse para salvar su vida.
Allá lejos y hace tiempo trabajé en un especial dedicado a los trenes para un programa de radio, y desde entonces nunca pude dejar de pensar en el testimonio de los maquinistas que quedaban traumatizados al ser responsables de algunas de esas muertes. Porque por la velocidad de las formaciones, y su contundencia, desde que accionaban el freno hasta que efectivamente se detenían se demoraban unos quince minutos. O sea que no podían hacer nada ante la visión de esos pobres diablos que se paraban delante de ellos. Cargaban con esa imagen por el resto de su vida.
Esto que llamamos humanidad parece no poderse detener, no importa quién o quiénes aparezcan en las vías. En África, en este preciso momento, hay un brote de ébola que las Naciones Unidas no han podido contener porque, entre otras cosas, las víctimas desconfían de los médicos y de las vacunas. La semana pasada The New York Times reveló que hay un nuevo tipo de hongo mortal que acecha en los hospitales de casi todo el mundo, que se hizo indestructible gracias a la proliferación de herbicidas, y que por ahora mata a los más débiles –-los niños y los ancianos– en sólo 90 días. Hay una niña en Europa de la que todos los medios del mundo se burlan –cuando directamente no la invisibilizan– porque convoca a una huelga de adolescentes todos los viernes, en su afán de concientizar por los efectos del calentamiento global.
¿Se acuerdan de Prince? El signo de los tiempos sigue siendo el signo de los tiempos. Los tiempos, después de todo, siguen siendo los mismos. Por eso cuando leo por ahí la noticia de la suicida que fue rescatada a tiempo, me doy cuenta de que la piel de gallina no es por la tragedia, sino porque es una pequeña señal de algo que no me atrevo a llamar esperanza. Sino simplemente apenas historia, así, con minúscula.
Los tres actos de cualquier obra no son inevitables. Las canciones lo saben todo antes que uno. Y la vida aún está viva, y decide a su manera. No hay que esperar el fuego. Sino esa mano que puede sacarnos de las vías. Y no es una mano ajena. Es tan propia como la del que tenemos al lado.