Finalmente entró al Congreso un proyecto de ley que aborda la cuestión del libro argentino, esa especie de hijo tonto de la política vernácula, siempre dejado de lado por pragmáticos ignorantes. Le cupo al diputado Daniel Filmus (FPV) con el apoyo del presidente de la Comisión de Educación, José Luis Riccardo (UCR), retomar un camino en el que nuestro país fue pionero.
La creación de un Instituto Nacional del Libro Argentino (INLA) cuenta además con el apoyo de decenas de narradores, poetas, editor@s, representantes de la industria gráfica y de editoriales universitarias, así como de sindicatos, traductor@s y librer@s que coinciden en la necesidad de que en la Argentina se repotencie una industria que hace décadas llegó a ser fuerte exportadora.
Aparente contrasentido puesto que el gobierno actual es una especie de Atila productivo (con perdón de Atila, desde luego), este proyecto apunta a fortalecer la circulación de la creación literaria y el pensamiento argentinos, que son hoy, más que herramientas, casi una necesidad básica insatisfecha.
Pero además de promoción y difusión del libro y de la lectura, este proyecto que apuntala los derechos de autor@s y productor@s culturales acaso también repotencie la lengua castellana como lenguaje nacional (prédica de esta columna), en la línea de la concepción que a fines de los años 40 reivindicó el gobierno de Juan Domingo Perón, y asunto del que casi nadie se acuerda porque también esto fue invisibilizado por el neoliberalismo.
Como sostiene Mara Glozman (investigadora UBA-Conicet) el discurso gubernamental peronista respecto de la lengua participaba “en todos sus aspectos del género político” y así “arrojó a la escena pública una proposición polémica respecto de la tradición político-lingüística legitimada en y por el aparato estatal durante la primera mitad del siglo XX. El objetivo idiomático general para el 2º mandato presidencial de Perón consistía en la configuración nacional de la lengua”.
Así se explica la creación de la Academia Nacional de la Lengua, que debía preparar un Diccionario Nacional, que a su vez incorporaba “voces peculiares de nuestro país en sus diferentes regiones y las usadas corrientemente en Latinoamérica” (2º Plan Quinquenal, 1953). Como dice Glozman, “el gobierno emprendía la producción de nuevos instrumentos lingüísticos que reflejaran las condiciones políticas, históricas y geográficas de la Argentina” y la lengua era para ello “un elemento constitutivo de la unidad cultural e identitaria nacional”.
En concordancia con esto, el Capítulo V del Plan –destinado a las políticas culturales– significó “el fin del idilio peronista con la Madre Patria; España, en efecto, era excluida de la unidad idiomática y cultural: que del Diccionario ‘oficial’ se ocupara la Real Academia Española; el Diccionario Nacional se abocaría a construir la unidad nacional y latinoamericana”. Así lo dejó en claro Perón en el homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra realizado en la Academia Argentina de Letras el 12 de octubre de 1947, donde pronunció, ante representantes de la España franquista y académicos locales, un memorable discurso sobre la identidad nacional, titulado “La fortaleza de nuestra raigambre hispánica”.
Rompiendo con esa tradición, era el Estado nacional, soberano y autónomo, el que intervenía en la configuración de la lengua, rechazando toda injerencia extranjera, foránea, como la de la Real Academia. Y esa extensión del principio de soberanía –como en lo político, económico, social y cultural– llegaba a las cuestiones idiomáticas y por supuesto a la industria del libro.
Por eso es tan importante este proyecto que es de esperar que el Congreso sancione. Porque en efecto, como reza el texto de Filmus, “es necesario implementar políticas de Estado para generar medidas de estímulo y promoción que contrarresten los efectos económicos y culturales adversos de las sucesivas crisis sociales y económicas que viene atravesando el país”.
Así, este proyecto es un buen camino inicial de lo que puede –y debe– llegar a ser una proeza cultural, literaria y lingüística, porque el libro y sus alrededores, por decirlo de algún modo, muestra todavía grandes agujeros. Falta un gran premio nacional de literatura –anual y único como en muchos países– que no sea un “concurso” sino un justo reconocimiento a trayectorias. Como faltan políticas de estímulo y redes de distribución para las editoriales del interior del país. Y falta la urgente recuperación y relanzamiento del Plan Nacional de Lectura, que fue una de las mejores políticas educativas entre 2003 y 2015, y por eso mismo lo primero que estos tipos destruyeron.
Priorizar la edición y producción de libros argentinos como atinadamente los define el proyecto en su artículo 12, es una idea que se enlaza con la necesidad de volver a exportar libros, que fue la inteligente estrategia que delinearon editores españoles exiliados en la Argentina y también en México.
El estupendo trabajo “La edición de libros y el peronismo (1943-1955)”, tesis doctoral de Graciela Giuliani (Filosofía, UBA, 2015) destaca que en septiembre de 1943 los editores Guillermo Kraft y Gonzalo Losada resaltaban el “sentido americano” que consideraban “inherente a la identidad lograda por la edición argentina”. Ellos decían que “si hay una actividad que requiere extensión geográfica y latitud histórica continental, es la del libro, y es grande honor para la Argentina haber sabido recoger el latido emocional del continente y alcanzar la singular primacía a de que goza en el manejo de los más preciados frutos de la inteligencia. Su actual posición señera representa, a la vuelta de unos pocos años, esta doble conquista: haber rescatado al país de la condición de dependencia en que antes se desenvolvía y haberle transformado en un mercado exportador que ocupa el segundo puesto en las estadísticas mundiales”.
Corría 1943 y la industria editorial era una de las más expansivas a los mercados americanos “con el agregado de que, a diferencia de otras actividades económicas, engrandecía la cultura nacional con su misión continental”, según Kraft y Losada. La actividad editorial era por entonces una industria de exportación –dice Giuliani– y, como tal, una fuente de divisas.
Se sabe que editoriales como Tor, Claridad, Estrada y Atlántida exportaban libros ya en la década de 1920, y lo que se llamó la “gran exportación” se dio en los tiempos de la Guerra Civil Española. Las exportaciones crecieron mucho entre 1936 y 1944, alcanzándose cifras de más de 20 millones de ejemplares exportados entre 1944 y 1947, niveles que se mantuvieron, según Jorge B. Rivera en la Colección Capís tulo del CEAL, hasta 1956. Diversos autores, como Eustasio García, Raúl Bottaro, Leandro de Sagastizábal y José Luis de Diego, han estudiado y demostrado la potencia de aquellas políticas que hoy, saludablemente, viene a restañar esta ley.