Templos de barrio, la nueva exposición de Marcelo Pombo (Buenos Aires, 1959), se compone de tres grandes instalaciones/escenas, que parecen salidas de los cuadros y objetos que el artista hacía en los años noventa y primeros dos mil. De modo que hay un salto hacia la corporización y la gran escala, en un esfuerzo por adaptarse a los enormes espacios de la galería.
En la primera gran sala se exhibe La destrucción del Templo de Jersualén, una cita histórica que el artista liquida, a modo de saldo de temporada, en una serie de enormes prismas cuadrangulares (recubiertos en tela plateada), como si fueran los bloques que escenifican los restos del templo. A la manera de inmensos paquetes brillantes envueltos para regalo (que por momentos parecen relecturas de las telas y los roperos plateados de Alberto Heredia), los enormes componentes de la gigantesca instalación de Pombo responden al deseo de aprovechar el gran espacio ofrecido por la galería. Este gesto, por una parte le hace perder la gracia y precisión (incluso el tipo de belleza) de sus esmaltes y objetos de tamaño pequeño y mediano, pero por la otra le permite generar un efecto de puesta en escena de un templo del consumo que hace de la historia (o de una fábula) una mercancía de la religión capitalista.
En la segunda sala se presenta el escenario Bruma de Belén en el Riachuelo, un cruce que va, según enumera Federico Baeza en el texto de presentación, “desde el sainete cinematográfico protagonizado por Olinda Bozán, Bruma del Riachuelo, que narra las peripecias de una mujer abandonada, se detiene en el tango de Edmundo Rivero, Niebla en el Riachuelo, que lamenta el desamor acodado en un viejo bergantín, y recuerda las Misas herejes de Evaristo Carriego, una biblia de la cultura popular”.
La instalación evoca una navidad en una casilla miserable dentro de la cual hay una mesa en la que el pesebre se transformó en una naturaleza muerta geométrica y metafísica donde los personajes y animales se han vuelto prismas brillantes y en el centro veneran a un ladrillo decorado, todo sobre una mesa inmaculadamente vestida. Afuera, en un cielo hecho de cajas de cartón desarmadas, la ilusión de nieve se resuelve con bolitas de telgopor.
En la sala tres está la instalación que da nombre a la muestra, Templos de barrio, la que más se acerca al Pombo histórico. La disposición evoca una capilla, con filas de bancos, un pequeño tapiz oscuro (El tamborcito de Curupayti), que oficia de figura central, como núcleo del culto; seis cajitas/templos/teatritos, distribuidos a los costados de la sala: son los templos “de las exquisiteces”, “del ladrillo de oro”, “de la caca encantada”, “de las golosinas raras”, “de María” y “del paisaje divino”.
Dentro de esos teatritos/retablos/templos, hay pequeñas escenas que también podrían pensarse como salas de museos, situaciones barriales, tribunas o vidrieras y así siguiendo. Templos, dentro de templos, dentro de una galería, en una suerte de puesta en abismo, que a su vez en algunos casos funcionan como citas de obra propia.
Las consecuencias del salto que va de los objetos y esmaltes (que Pombo realizaba en los años noventa y dos mil), hacia la corporización a gran escala que supone llevarlos a las enormes instalaciones que ahora presenta, resultan en un uso desparejo del espacio que ya no solo alberga y contextualiza las obras (cosa que sucedía cuando exhibía cuadros y objetos), sino que en este caso forma parte constitutiva de las instalaciones, realizadas específicamente para el lugar. En este sentido, la relación entre cada instalación y el espacio en el que se despliega, medida por el grado de uso y dominio (espacial) y por el efecto de horror al vacío que había caracterizado su obra “histórica”, la más lograda es Bruma de Belén en el Riachuelo, seguida por Templos de barrio y, finalmente, la menos lograda Destrucción del Templo de Jerusalén.
* En la galería Barro, Caboto 531, La Boca, de martes a viernes, de 12 a 18; sábados, de 15 a 19; domingo y lunes, cerrado. Hasta el 11 de mayo.