Invitado especial de la segunda edición del Festival Internacional de Cine Fantástico y de Terror Blood Window, cuyas actividades tuvieron lugar durante la Semana Santa en la ciudad de Pinamar, el cineasta italiano y especialista en efectos especiales cautivó a todo el mundo con su charla previa a la proyección de su última película, Rabbia furiosa - Er canaro, basada en un ominoso caso policial ocurrido en Italia en los años ‘80. Considerado uno de los maestros de su arte en Europa, a Stivaletti le sobran antecedentes. Directores como Dario Argento, Michele Soavi, Lamberto Bava, Sergio Castellito o Matteo Garrone han confiado en su habilidad para volver verosímil lo increible. Stivaletti volverá a dar una charla y a proyectar su película hoy martes a las 20 en el cine Gaumont (Rivadavia 1635), como parte de la programación de la Semana del Festival de Sitges en Buenos Aires, que tendrá lugar en dicha sede hasta el 26 de abril.
“Cuando era chico en Italia los cines siempre estaban junto a la iglesia, entonces mi papá todos los domingos me llevaba a ver una película después de misa”, recuerda Stivaletti. “Una de esas veces vi Un millón de años antes de Cristo (Don Chaffey, 1966), donde los hombres de las cavernas peleaban contra dinosaurios y en la que Ray Harryhausen había hecho los efectos especiales con la técnica de stop motion (animación cuadro por cuadro). “Quedé fascinado”, dice. “Por entonces tenía una colección de muñecos G.I. Joe con distintos uniformes y llegué a casa con la idea de vestirlos de cavernícolas. Ahí agarré el costurero de mi madre, que tenía retazos de telas y pieles, y armé trajecitos para todos. Pero me faltaba el dinosaurio, así que con plastilina y otros materiales también me fabriqué mi propio monstruo.”
–Tras 35 años de carrera, ¿cómo definiría su trabajo y qué lugar cree que ocupan los efectos especiales en el proceso de hacer una película?
–Este oficio ha cambiado mucho a lo largo de esos años. Creo que en este momento y desde hace bastante, los efectos se utilizan de forma errónea. La tendencia actual es sobrecargar a las películas de efectos, a tal punto que dejan de ser especiales. Para mí este trabajo fue y debe ser un desafío, un reto. Pero cuando las cosas comenzaron a tomar este rumbo también empecé a perder interés por él. Ese es uno de los motivos por los cuales hoy prefiero dirigir: me parece que primero se debe trabajar sobre una historia para después ver de qué forma enriquecerla con los efectos.
–El cine pide al espectador un acto de fe, la suspensión de la incredulidad. ¿Se puede pensar en los efectos como garantes de ese pacto?
–En parte, sí. Pero además cuando uno logra crear un efecto verosímil se convierte en cómplice del espectador, porque antes de ir a ver cualquiera de estas películas uno también hace un pacto consigo mismo para creer en lo que verá. El trabajo de Harryhausen, por ejemplo: yo todavía puedo ver sus películas y creer en ellas como si fuera un chico. Los resultados son tan hermosos que la suspensión de la incredulidad pasa a ser un tema menor.
–Cuando recién hablaba del exceso de efectos en las películas actuales, ¿se refiere en particular a los efectos digitales?
–Tengo buena relación con los efectos digitales, aunque todos piensan que como pertenezco a una generación que trabajaba artesanalmente debería verlos como enemigos. En los años ‘90 hice una película que se llama El síndrome de Stendhal (1996), donde le propuse a Argento trabajar con efectos digitales, algo que hasta ese momento no se había hecho en Italia. Hoy creo que la posibilidad de crear efectos en una computadora genera una sobreabundancia de soluciones para los desafíos que las películas plantean. A tal punto que, por desgracia, muchas veces se deja de lado incluso al director para favorecer la “espectacularización” de las películas.
–¿Esa tendencia a sobre exponer los efectos atenta contra lo narrativo?
–De algún modo esa es la razón por la que dejé de trabajar con los efectos especiales para convertirme en director. Cuando en Italia me convocan para hacer los efectos de una película me piden siempre lo mismo: cortar una garganta, clavar un cuchillo, arrancar un corazón…
–¿Y eso le ha hecho perder el amor por el oficio?
–El amor por lo que hago sigue intacto, pero a veces me aburre. Hay muchos directores jóvenes, incluso algunos son buenos, pero cuando trabajo con ellos de repente me encuentro haciendo cosas en las que no creo. Entonces cuando me piden por décima vez que les haga el corazón arrancado, solo me sale pedirles que tengan piedad de mí (risas). En cambio ser director te convierte en dueño de la mirada y te permite imaginar cosas innovadoras.
–¿Cuáles de sus trabajos recuerda con más afecto?
–Hay una, El nido de la araña (Ginafranco Giagni, 1988), que no es una gran película, pero la menciono porque es poco conocida y aunque hice trabajos mejores, ahí conseguí cosas que me enorgullecieron en ese momento.