El periodista Frédéric Martel no escribió apenas un libro de investigación sobre la sexualidad clandestina del clero católico, a pesar de que “Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano” (Roca Editorial) se ofrece en el mercado como eso. Porque en su extensísimo relato uno se asoma, sobre todo, a los pormenores de una guerra interminable en el interior de la institución Iglesia. Una lucha por la hegemonía entre conservadores y liberales, entre ortodoxos e innovadores. Pero el aluvión de sus páginas -más de seiscientas-  también puede leerse, con cierta imaginación, como apéndice satírico de Confesiones de la carne, del último Michel Foucault, o como un novela de intrigas versallescas: desde el sentimiento de vivir en pecado mortal hasta el registro marica de las relaciones peligrosas, el coqueto boudoir y las capas rojas de diseño lisérgico - como la del cardenal Cañizares-  el rococó drag queen de Benedicto XVI devenido marca de autoridad, la literatura homosexual celebrada en la intimidad de las alcobas y las lettres de cachet papales, que pueden servir de puñalada para los prelados caídos en desgracia. Vale decir, entonces, que “Sodoma” se lee  como manual de triquiñuelas o de ética tuerta ante el voto de castidad transgredido, a la vez que de la estética imperante en los palacios pontifícios y las vestimentas de la jerarquía eclesiástica.

En estilo Satiricón, o hasta Copi, se habla acá del secretismo en “una guerra de maricones”,  la mayoría añosos closeteros con el deseo y las costumbres formateados en la mitad del siglo pasado, que soñaron como tantas de nosotras en ser actrices dramáticas de la consagración de la hostia, y que han sabido hacer de la escisión entre vida pública y vida privada un método de supervivencia, de la maledicencia un arte y, de sus nombres propios, todo un catálogo de seudónimos de varieté o del tipo  Notre Dame des Fleurs (el cardenal Platinette, la cortesana Païva, la wdowa, la Montgolfiera). Sin lugar a dudas un logro mayúsculo en contraste con la semántica de la vulgaridad  propia de los íconos gay actuales de la televisión. 

El discurso homofóbico de los homosexuales “enfermizos” vs los “homosexuales apacibles” es la adhesión a una ñoña y casi siempre cruel doctrina sobre la sexualidad. Hace unos días, el papa emérito Benedicto XVI atribuyó los abusos sexuales y la concupiscencia en la Iglesia a las transformaciones culturales producidas en la década del sesenta. O sea, aquel mismo movimiento por la liberación sexual, entre California y París, tuvo consecuencias en los dominios de San Pedro, a tal punto que el susto habría sacudido a Pablo VI (afirma Martel), ávido lector del pensamiento homosexual francés, de Jaques Maritain a André Gide. Puede decirse que su encíclica Persona Humana inaugura la homofobia de Estado del Vaticano y durante décadas fija una posición antisexual que se perpetúa con Juan Pablo II y Benedicto perfecciona, proponiendo el regreso a una homosexualidad vivida en estado de gracia, ideal agustiniano que sería el de Ratzinger, eminencia encerrada todavía en su palacio de la renuncia con el churrísimo cardenal Georg Gänsweing. No, si le decían tonta a su Santidad Emérita.

Natura y contranatura

A medida que los escándalos de pedofilia se multiplican y Martel los reproduce en “Sodoma”, las respuestas que encuentra el Vaticano son las menos sensatas: prohibición de ingreso a los seminarios de aspirantes con inclinaciones homosexuales, sean practicantes o castos (quedarán diezmados). Teorización caprichosa de las  causas, como el hedonismo y las secuelas de la liberación sexual. Mientras, persiste en la tradición del secreto, el ocultamiento o, de plano, la negación (Francisco la pasó mal en su visita a Chile el año pasado, donde nadie se olvidó de las víctimas del predador sexual protegido Karadima y él, en ese momento, ni mú). A diferencia de los papas, en Martel hay un esfuerzo en separar los escándalos de pedofilia de la homosexualidad (reprimida o no) en el clero. Para él la homosexualidad reprimida, culposa o frustrada funciona como un sistema, en el que la mayoría de la cofradía vaticana -muy a lo Proust- permanece en celdillas como en una colmena, y los más audaces, como el arzobispo Charasma, son directamente locas que decidieron vivir en plenitud el goce nefando. Unos y otros pertenecen a grupos antagónicos, en medio de cuya guerra debe gobernar Francisco: “...el papa vive en Sodoma. Amenazado, atacado desde todos los flancos, criticado, Francisco, como ha dicho alguien, está ‘entre lobos’”, escribe Martel, para enseguida aclarar que eso no es del todo exacto. El papa, dice, “está entre las Locas”.

Francisco, entonces, puesto en el trono de San Pedro para recuperar a la Iglesia de la bancarrota moral, se tuvo que resignar a que su pontificado  no podrá resolver la cuestión si sigue poniendo el eje en la homofobia tal cual lo hicieron sus predecesores. Porque ya nadie les creería. En esto “Sodoma” seguramente cumplirá el papel de auxiliar de verdugo, aunque el autor lo niegue. Si algo puede irritar en la lectura es el método y tono outrage -el registro del escándalo- para referirse a unas prácticas en la que también él podría haberse reconocido cuando aún permanecía en el universo del armario, el seudónimo, y en el albor de su incursión en la política francesa, en plena crisis del sida. Ese envés de la homofobia de quienes arrancan del armario, con desprecio y sentido del negocio, a quienes seguramente viven su homosexualidad con sufrimiento y no necesariamente con hipocresía, produce desconfianza. 

Martel mismo reconoce que en el Vaticano, muchas veces, prevalece la homosexualidad sublimada mediante amistades amorosas, no porque sean histéricos sino por la creencia de que la escuela que mejor les enseña  a vivir de acuerdo a lo que abrazaron es la de Platón más que la de Santo Tomás. En el Museo D’ Orsay hay un cuadro que de inmediato viene a cuento en el análisis de la homofilia en Sodoma, una obra de Jean Delville en la que pinta una ronda de cuerpos maricas (doce apóstoles) alrededor del filósofo. El guía, igual que la Emérita Benedicto, ha de convocar a sus alumnos a convertirse en “reyes de sus dolores”, para no contaminar las amistades masculinas amorosas con la corrupción de la carne. Chicas, a contenerse, como se requiere en el “Código Maritain”.

Fréderic Martel viaja por el mundo con este seguro nuevo best seller que es el producto de su propia industria: ha contado con ochenta colaboradores en todos los continentes, mil quinientas entrevistas como resultado, consorcio de abogados que lo habrán de cubrir de las múltiples demandas judiciales. En el medio, anuncia en su cuenta de twitter que Francisco está por concretar un cambio de actitud de la Iglesia respecto de la persecución a los homosexuales en el mundo. El adelanto frustró un encuentro del papa con activistas que ya se encontraban en el Vaticano para revisar el eventual documento (de hecho, la relación de Martel con buena parte del activismo ha sido tensa; el descree del comunitarismo identitario lgtbi, lo que produjo un enfrentamiento sin solución con el filósofo Didier Eribon). Es que la Iglesia quizá busque posicionarse bajo este pontificado como antagonista de la alianza ultra de neopentecostales y neoliberales. Acaso sea un método original de revivir la institución, ya no mediante la obsesión antisexual, sino anteponiendo el viejo concepto fundante de la caridad. El tiempo dirá si ese es el camino que el papa propondrá a la Iglesia y a los católicos. Una nueva forma de cohesión, cuando ya todo lo anterior ha fracasado. A fin y al cabo Martel recuerda que Tomás de Aquino veía en lo contranatural (la homosexualidad, por caso) una manera otra de lo natural, como diría hoy un psicoanalista.