La pequeña y humilde poeta uruguaya sabe que “sólo abrirte a la música te salva”, como lo escribió en un poema. A los 95 años, Ida Vitale recibió ayer el Premio Cervantes de manos de Felipe VI en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). “Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición favorable y acá estoy, agradecida y emocionada”, expresó la quinta mujer en recibir este galardón creado en 1976, después de María Zambrano, Dulce María Loynaz (Cuba), Ana María Matute y Elena Poniatowska (México). La desigualdad de género es tan obscena como lapidaria: 38 varones premiados. “Muchas veces lo que llamamos locura del Quijote, podría ser visto como irrupción de un frenesí poético, no subrayado como tal por Cervantes, un novelista que tuvo a la poesía por su principal respeto”, sugirió Vitale, la última sobreviviente de la llamada “Generación del 45” –en la que se incluyen autores tan disímiles como Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño y Mario Benedetti, entre otros.
La autora de La luz de esta memoria, su primer poemario publicado hace setenta años, reveló que su “devoción cervantina” carece de todo misterio. “Mis primeras lecturas del Quijote, con excepción de las determinada por los programas del liceo, fueron libres y tardías”, reconoció la poeta uruguaya que creció “a la luz” de su abuelo italiano, que ella no llegó a conocer, un abogado muy culto que viajó desde su Palermo natal al Uruguay acompañado por un libro de Homero, en una edición bilingüe grecolatina. Sus primeros embelesos como lectora se los debió a Ariosto y Dante, hasta que llegó a la emblemática novela de Cervantes, a “ese Quijote y ese Sancho que hablaban de ‘otra’ manera que acepté de inmediato, como un lenguaje que me integraba a un mundo en el que, sola, me sentía acompañada, capaz de manejarme en él como si fuese el mío propio”. Para Vitale, “pocos personajes como el Quijote han sido habitados por lo real” y plantea que “aunque lo que es astuta malquerencia vestida de supuestas precipitaciones mágicas, tiene detrás acciones de criaturas humanas, que pueden ser malignas y burlonas, pero siempre comprensibles, terrestres y sin inexplicables auxilios divinos”.
El exilio marcó la vida de Vitale. En 1974 escapó de la dictadura militar uruguaya y con su segundo esposo, el poeta y crítico Enrique Fierro, se instaló en México, donde conoció a Octavio Paz, quien la integró al comité asesor de la revista Vuelta, y participó en la creación del semanario Unomásuno. Después vivió en Estados Unidos hasta que murió Fierro, en 2016. Decidió dejar Texas para regresar a Montevideo en 2018, el mismo año en que recibió el Premio FIL en Lengua Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y le otorgaba el Premio Cervantes por su poesía “intelectual y popular, universal y personal, transparente y honda”. La autora de Palabra dada (1953), Cada uno en su noche (1960), Paso a paso (1963), Oidor andante (1972), Jardín de sílice (1980), Sueños de la constancia (1988), Serie del sinsonte (1992), Procura de lo imposible (1998), Reducción del infinito (2002), Plantas y animales (2003), el bellísimo libro en prosa El Abc de Byobu (2005) y el más reciente Shakespeare Palace. Mosaicos de mi vida en México (2018), se anima a refutar una de las afirmaciones de Don Quijote: “no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo”. Pero Vitale –traductora de autores franceses e italianos, como Simone de Beauvoir, Benjamin Péret, Gaston Bachelard, Jacques Lafaye y Luigi Pirandello– aclara: “No es mi caso, puedo asegurarlo”. Entonces termina de leer su discurso y acalla los aplausos con un gesto para agregar: “Querría hacerme perdonar la audacia de venir aquí, a este lugar, y meterme a hablar de Cervantes”.