La madrugada trae flechas. De los montes salen. El cielo que nos separa de los árboles es un arco. Y los árboles se iluminan y las flechas vienen como caminantes de una noche espantosa. Son un punto de luz, fuego, raya vibrátil, tienen las puntas encendidas y se incrustan en los techos de las casas y el pueblo parece un gran fardo prendido que todos soñamos sin dormir.
Hace varios siglos que no podemos pegar los ojos, acertarle al descanso. La tierra se hincha con el fuego y los fantasmas. Los árboles y las fieras son de humo brillante por el fuego que traen, que vienen, que se enreda entre la paja, desciende a las calles y rebota en las paredes. Cortar los árboles no tiene sentido, porque nunca se acaban. Desde que fundamos el paraje en plena pampa desolada tumbamos los montecitos cercanos para conseguir madera y alcance de la visión. Pero nunca terminan, son arrugas que sobresalen por todas partes. Siempre hay árboles obstaculizando el horizonte, un ovillo marrón a lo lejos criando luces aterradoras. Los vemos en las noches y los recordamos durante todo el día. Si fueron una primera amenaza en la lejanía tranquila, después se hicieron una intermitencia inalcanzable. No son los árboles porque no tienen miedo. Son sus fieras, siluetas oscuras que corren atrás de las sombras, todavía más adentro, todavía más brumosas. Fieras bestias, homúnculos o cosa más baja que sólo sabe lo malo y el error. Cada vez fueron más y casi que fueron todo. Tuvimos que bloquear el pueblo, multiplicar las guardias y decrecer para adentro. Nos chupó ese pueblo perdido que nos inventamos al pasar por estas tierras.
Al principio corrimos buscando refugios mientras las flechas se comían todo. Después, eran semanas removiendo maderas quemadas, recolectando cacharros y restos de objetos, algo que nos sirviera para rearmar el pueblo y seguir esperando los ataques. No soñábamos porque teníamos toda la noche para nosotros y a ellos detrás de los árboles. Se nos caían encima tropeles maléficos. Esas fieras que se vienen, mitad humano, mitad venado, fundidos en uno, bestias horribles con un solo ojo hinchado en medio de la frente, con dientes enormes rompiéndoles las mandíbulas. Galopan desquiciados, con el ojo rojo de presión. Nosotros nada más escuchamos retumbar los pasos y ya somos prisioneros con toda la pampa a nuestro lado.
Son agotadores los días y terribles las noches. No estábamos tan solos como la llanura sugería. Nunca nos perteneció fielmente. Quedamos aislados, indivisos en la pampa extensa. En el último tiempo, ni siquiera recibimos informes. No somos tropiezo de ningún camino. Enviamos mensajes sabiendo que no serán recibidos. Nos perdimos en la huella propia y cada mañana desconocemos las tierras de las que hace dos décadas no podemos salir. Siempre se dice alguna cosa sobre los que van a pasar. Vienen, se dice. Vienen unos y se vienen los otros. Tuvimos que olvidarnos de las tareas, la delegación, la encarnación de eso otro que nos obligaba a quedarnos ahí. Abandonados, fue solo supervivencia. Tuvimos que cubrir y descubrir rastrojos, arar y sembrar, talar y rodearnos de los que éramos, cuidar y matar al animal, confiar funciones en uno, despachar responsabilidades en el otro, ver morir respetuosamente a los que enfermaban o nada más no toleraban la soledad del paraje, hasta quedar menos y cada vez más abandonados.
Las fieras salen escupidas de los árboles. Las fieras o sus flechas, lo mismo da. Nos protegimos en los edificios más grandes. Nos reunimos a esperar, sin decirnos más que plegarias. Esperamos encerrados durante semanas la saliva de las bestias. Nada parece en serio, estamos deshabitados. Somos llanura larga y un montecito entreverado en las leguas. Pecas del paisaje, nada cerca, si se pueden escuchar los pájaros que se van, los rumores del suelo cuando alguien pasa muy lejos. Y no vemos nada desde adentro, únicamente lo que sale del monte podemos ver. No tenemos armas para atribuirnos gobierno. Nos parecemos muy poco a la conquista. Cazamos ganado furtivamente probando una destreza absurda, nos escabullimos en los pastizales, roemos los granos, saltamos como sapos si no hay sol, nos quejamos como ovejas mansas hasta que nos mata el desconsuelo, o soltamos en ofrenda a una fogata ramas secas y trapos y adornos. Armamos círculos con el miedo a la noche, amamos un adefesio. Los venados tuertos deben ser emisarios, no son capaces de nada, están siempre mandados por alguien, nunca ellos. Son otros y son de los nuestros. Odiarlos no nos sirve de nada. Miramos el centro, decimos sin mencionarlo, advirtiéndonos los riesgos, imaginando los sufrimientos, preparándonos para su llegada. Cada tanto, el monte echa luces. Es resolana que levanta los árboles, crece desde la superficie y salta desde el cielo. Lo cubre todo durante unos segundos, notamos jaurías movedizas que al acercase se multiplican y contornos de bichos que crecen un poco para morir. No supe si necesitamos prudencia o fe en nuestro encargo, no alcanzó el tiempo.
Fue siempre impensable el puerto, las asambleas, la ciudad, los ánimos incandescentes, las temperaturas o la historia iluminada. Nos habían dicho, había llegado la noticia. Y era únicamente eso. No eran para nosotros, ahí, ante esas fieras del monte, en esas leguas abiertas, esas otras influencias. Con justicia, no se acordará nadie. Aunque, afortunadamente, la justicia nunca impera. Cuando sobrevengan las guerras, nosotros no haremos nada.
El llano es hostil por ser nuestro. Esas flechas y los montes y el fuego que todo quema. Nuestro nombre es rutina que no permanece, condenada al deber y el orden. A la pasada, algún oficial dejará indicaciones, hablará de levantamientos, dirá que hay fuerza suficiente para detener a cualquier bestia y felicitará a cada uno por sus guardias. Después se irá sin que nadie vuelva. Norte o sur, no hay distancia, la violencia es la misma y nosotros tenemos la nuestra. De acá, nacidos o criados, educados por los nuestros en suelo de ellos, o a la inversa, estamos metidos en ese pueblo que nació muerto y muerto espera todas las muertes.
Algunos todavía hablan de repúblicas libres. Comentan sobre la igualdad y lo virtuoso de las competencias. Se entusiasman con la libertad y el destino para negar sus tragedias, su lenta dormidera en el paraje perdido. Quedaron algunos libros en la biblioteca, que fue apilada junto a otros valores y objetos en uno de los edificios con tejas para protegerlos del fuego.
A la noche, después de comer, nos contamos nuestras teorías sobre las bestias, describimos los fundamentos y particularidades de nuestra amenaza. Somos los amenazados, esos mismos, no los malones, no los venados tuertos, lanceros con brazos de flecha encendida. No teníamos por qué, pero creímos que la responsabilidad recaía en nosotros. Teníamos herencia, nos éramos al heredarnos. Pero fuimos cimarrones en un corral. Nos cuidamos de las alimañas invisibles del monte hasta ser nulidades que solo esperan el ojo de los venados tuertos.
Tienen ídolos peores que los nuestros. Destripan animales en sacrificio y se los devoran arrancando pedazos. Se pasan dedos de piedra por la boca. Dan vueltas alrededor del fuego, seguros, estimulados, demonios expulsados, derrochando energía bruta en bailes y borracheras, cantos irreproducibles, ceremonias escandalosas, inclinados ante altares horribles y encantados con oraciones de hechiceros. Los escuchábamos por el viento. Era nuestro infiltrado, nos traía información del espanto. Mirábamos la luna para no ver el fuego. La defensa siempre fue débil. La posta próxima a los montes dejó de ser ocupada. Nadie quería pasar la noche tan cerca. No dábamos abasto para lo que temíamos. Tuvimos que resignarnos a morir de a uno, en éxodo lerdo evacuar el pueblo.
Durante meses deliramos, sufríamos por turnos fiebres aniquiladoras, súbitos ataques, furias incontestables. Lloramos demasiado y escribimos cartas e historias sobre las fieras y sobre nosotros. El tiempo chifla y pasa, el final nunca se va. Lo muestran los árboles, se adelanta dando zancadas o se erige y vuelve a caer limpiando terreno. Es una forma de osamentas y ramas y sombras. Ahora solo vemos las puntas ardiendo hacer una curva y clavarse. Y las llamas y las fieras de humo. Vemos cornamentas y el ojo rojo. Desprotegidos, vienen, compartiendo el fuego. Los que pudimos salvarnos ya no corremos y no hay nadie que lo haga por nosotros. Tampoco nos guarecemos. Estamos recluidos en el último recinto. La noche es grande para mirar el fuego y el humo y como se desvanece y se queman las casas y nos alcanza, mirar que nos hacemos fuego. Alguien, finalmente, va a pasar por estas tierras, cuando no quede nada de nosotros.