“¡Estás en pedo!”, hubieran respondido a coro los ejecutivos de Disney que en 2009 concretaron la compra de Marvel si alguien les decía que, diez años después, la que todo indica que será la entrega final de Avengers –si los superhéroes vuelven una y otra vez en los comics, ¿por qué no habrían de hacerlo en el cine?– sería el fenómeno planetario que es. La Argentina, al menos en este aspecto, no es la excepción a la regla. Todo lo contrario: esta madrugada hubo funciones de trasnoche en las principales salas del país, y a partir de hoy Endgame romperá un nuevo récord ocupando 630 de las alrededor de 900 pantallas del territorio nacional. Una misma película proyectándose en el 75 por ciento del parque de exhibición y con serias chances de quedarse con el 90 por ciento de la recaudación de la taquilla durante el próximo fin de semana, según coinciden varios analistas y sitios especializados. ¿Cómo escribir sobre una película que trasciende ampliamente esa condición? ¿Qué decir acerca de este Superbowl cinematográfico sin caer en el tan mentado spoiler, término que, entre los cierres de Game of Thrones y Avengers, debería ser rotulado como “Palabra del año” por Fundación del Español Urgente?
Que los directores Anthony y Joe Russo y la compañía de Mickey se queden tranquilos contando billetes, porque se necesitarían todas las páginas de este diario para enumerar la infinidad de sucesos que ocurren a lo largo de las tres horas de Endgame. Síntoma de la tiranía del argumento que impera en Hollywood, el menú es amplio, multitarget e incluye desde viajes en el tiempo hasta la inevitable batalla final contra el malvado Thanos, pasando por las primeras puntadas de lo que será el futuro del mundo Marvel luego del cierre de esta etapa. “Soy inevitable”, dice un par de veces el mejor villano de este universo, el único que, a la manera del Joker de Heath Ledger en Batman: el caballero de la noche, hizo de la maldad un hecho político eliminando a la mitad de la humanidad simplemente porque a su parecer sobraba gente en la Tierra.
La película comienza inmediatamente después de esa desaparición masiva. Lo hace atravesada por un aura crepuscular que rápidamente mutará en otra cosa: imposible que Iron Man, Thor, Hulk y compañía tiren a la basura diez años de Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés) dándose por vencidos así nomás. Con esa resurrección como norte, Endgame propone un cierre acorde a la envergadura mastodóntica de la saga. Un cierre de proporciones bíblicas, de ambiciones desmesuradas que, como los discursos de los políticos de cara a las próximas elecciones, apunta directo al corazón de los convencidos. O al menos a la de quienes conozcan lo ocurrido en las 22 películas que hasta ahora componen el MCU, en tanto la principal operación narrativa consiste en hacer confluir una multiplicidad de referencias a personajes, escenas y situaciones vistos a lo largo de los últimos diez años. Que esa confluencia se dé en términos armónicos, que trascienda la mera acumulación de guiños para adquirir un sentido dramático, habla de un guion que podrá tener unos cuantos agujeros y arbitrariedades, pero también el ingenio suficiente para hacer de ese carácter metadiscursivo el motor del relato.
Como en toda la saga, la estructura se apoya en dos pilares. Por un lado, la interacción entre personajes que a estas alturas se conocen al dedillo sirve para varias secuencias volcadas a la comedia que funcionan perfecto. No por nada el segundo acto de Endgame es lo más gracioso de Marvel desde Thor: Ragnarok y transmite la sensación de que el grupo de actores con amplios pergaminos en el género de las risas (Robert Downey Jr, Chris Hemsworth, Paul Rudd) tuvieron vía libre para divertirse de lo lindo con diálogos veloces y filosos. El segundo pilar son las peleas a gran escala. Lo de “gran escala” es literal, ya que aquí no hay muchas escenas de ese tipo pero las que hay están hechas a todo trapo, con un despliegue visual tan inaudito como abrumador que preludia una extensa secuencia final en la que todos los personaje tienen su momento para desfilar por la pantalla y concretar su correspondiente despedida, como si fueran estrellas de rock tocando los bises finales del último concierto.