Un vaso se rompe, una mujer en traje de baño y sombrero barre los restos, no todos suben a la pala. Con filo hambriento uno se queda a la espera de un pie. Ella lo ve, lo deja y se sienta cerca, al acecho, en misteriosa aquiescencia, como si pudiera en quietud traer a la víctima y pararla sobre el vidrio roto. Está tan cerca del tajo por venir que la ilusión casi la delata. La que espera sentada es la enfermera Alma (Bibi Andersson) y la que dará un grito de dolor es Elisabet Vogler (Liv Ullmann), la actriz que un día -después de ser Electra en el escenario- dejó de hablar y eligió el silencio. Esta escena de Persona (Bergman, 1966) es una de las primeras añoranzas en procesión que aparece con la noticia de su muerte para mostrarla viva, gloriosa, joven y con el pelo corto, como si fuera el casquito de un duende. “Un verdadero poema de dos espíritus femeninos que intercambian sus anhelos, represiones y aflicciones mentales”, dijo el crítico de moda cuando la película se estrenó en los Estados Unidos. Las dos van apenas cerca y tan próximas. Súplica de invisibilidad incorporada y primeros planos para la cara de una mujer, de dos. Se recuerdan juntas con los mismos atavíos justo cuando la palabra atavíos pasa entre la multitud como la sombra que entre los espejos se le trasmite avara. No son un narciso fatigado, son un peligroso cocodrilo anímico.
Persona la hizo famosa, “cuando leí Persona no me sentí halagada. No entendía por qué tenía que tener este tipo de personalidad insegura y débil cuando luchaba tanto para estar segura de mí misma y para encubrir mis inseguridades (…) después entendí que Bergman era totalmente consciente de mi personalidad (…) y yo logré lo que me propuse hacer como actriz: creé una persona”. Bergman y ella se conocieron haciendo la publicidad de un jabón en la que había un marido o un príncipe (comparten maquillaje y vestuario en las propagandas) y la promesa de cien besos por un poco de espuma, Bibi tenía quince años. No tuvo que pasar mucho tiempo para que la jovencita de “rostro fresco” que se llamaba Berit Elisabeth, estudiante del Terserus teaterskola y del Real Teatro Dramático de Estocolmo y elenco en un teatro de Malmö, salpicara devoción en pequeñas dosis en Cuando huye el día, en El séptimo sello -fresas silvestres para el errante Max von Sydow -, y para que las palabras musa y romance la unieran al director sueco. Otros romances, tres maridos y una hija alcanzan para imaginar una vida privada. La pública, atesora horas de teatro clásico: Molière, Chéjov, Shakespeare, horas de Broadway con un texto de Erich Maria Remarque, y muchas películas entre las que aparecen los nombres de Huston, Altman (con Bibi y su homérico monólogo sobre un sueño) y la premiada La fiesta de Babette.
Hacía diez años que estaba enferma e internada tras un derrame cerebral que sufrió en Francia, en la primavera de 2009. Unos días antes de morir Liv Ullmann fue a visitarla y a despedirla con una canción. Graciela Borges lo hizo a la distancia y agradeciéndole: “Fue una maestría para mí, trabajar juntas en Pobre Mariposa, estás en mi corazón como las historias que me contabas y la mariposa que me regalaste el último día”. Una canción y un posteo hacen que el recuerdo se vuelva cine, visión viva que revoca cualquier adiós.