Como muchos referentes de la disciplina, el director francés Florent Bergal piensa que el circo es más que técnica, virtuosismo y aplauso admirado: es un vehículo para trasladar emociones. Los viajes y el arte son, en su intensa vida, indisociables, y lo que más le interesa es “la humanidad”. Se dedica a observarla y a plasmar en sus producciones aspectos esenciales y universales. En sus puestas conviven circo, teatro y danza. Así sucede en Un domingo, obra que realizó junto a artistas argentinos y que estrenó el año pasado en la cuarta edición del Festival Internacional de Circo Independiente (FICI). No hay historia, dice Bergal, a quien no parece gustarle esta palabra. Sí un “contexto” muy claro: es domingo, una familia “de locos” se reúne para almorzar, llega un invitado y se desatan episodios de “temperaturas frías y calientes”.
El bailarín, acróbata y malabarista afirma que la de Un domingo es una familia “muy rara”, reunida alrededor de una “mesa enorme” que funciona a la manera de un tótem. “Jugamos con los códigos del buen comportamiento. Esta es claramente una familia de una clase más arriba, podríamos decir”, define Bergal, quien se encuentra en Buenos Aires por unos días. Cinematográfica, simbólica, “felliniana”: así es la creación colectiva de Proyecto MIGRA (una cooperativa de trabajo integrada por artistas), la compañía NIDO y Bergal, con actuaciones de Tato Villanueva, Florencia Valeri, Gabriela Parigi, Juan Fernández, Sofía Galliano y Tomás Sokolowicz. En el marco del FICI se hicieron sólo tres funciones, y actualmente se la puede ver los viernes a las 23 y sábados a las 20 en El Galpón de Guevara (Guevara 326).
“Es un domingo en familia, ahí donde se tratan las viejas cuestiones o donde se afrontan situaciones nuevas. El espacio se ve atemporal. Una nobleza particular cubre a estos miserables héroes. Esta familia se propaga en un dudoso lujo. Una mentalidad medieval, impulsos de sueños americanos, romances torcidos, van de delirios imperiales a comportamientos de animales primitivos. Una pasión anima a esta tribu donde ‘amarse’ y ‘matarse’ los unos a los otros se entrecruzan”, plantea la sinopsis.
A lo mejor hubiera sido fácil caer en una tónica crítica respecto de la familia burguesa, pero no es lo que sobresale en este material. “Voy siempre con cuidado con la palabra ‘crítica’. Hay un poco de eso. Claramente aparece el arquetipo del patriarcado. Y a veces la clase más arriba es la que crea un modo de comunicación no tan honesto. Un poco de crítica hay, pero no quiero que sea el tema”, aclara el director. Uno de los aspectos que le interesa de la familia es el tipo de amor que emerge entre sus miembros, “particular, porque es casi obligado”. “Pasás toda tu vida intentando entender cómo piensan, cómo funcionan las personas de tu familia”, dice, en un castellano que no parece costarle tanto.
Con más acción que texto, entre la tragedia y la comedia, Un domingo se desenvuelve en tres técnicas: acrobacia, manipulación de objetos y trapecio. Pero va mucho más allá. “Mis obras son muy teatrales. Es mi marca. Pero siempre en el camino del circo contemporáneo. En el circo vas a ver gente extraordinaria, excepcional, como el hombre que camina sobre el hilo. También un contexto excepcional. Yo escribo apoyándome sobre quién es esa gente, la energía que tiene adentro, la locura. Cada personaje también es una excepción; teatral, físicamente. El registro es cinematográfico, del expresionismo alemán. Planteo una manera muy fuerte de actuar, demasiado. Los actores están implicados con el cuerpo, con sus emociones al 100 por ciento”, define el acróbata, quien ahora practica aikido. En tiempos en que es “una moda” la coexistencia de lenguajes, apuesta a la verdadera fusión, a conseguir un todo orgánico que sea más que la suma de las partes.
En su concepción del circo como el arte que “conduce al límite de la realidad”, es fundamental la proximidad con el público, lograr cierta intimidad, para conectarlo “con el calor de los músculos, los ruidos, el peligro”. “Y la técnica no es gratuita. No la usamos para hacernos ver. Si te vas por un extremo emotivo, el circo puede nacer. Los movimientos salen de la emoción. Todas las artes tienen en común el trabajo coreográfico porque tiene que ver con el cuerpo. Permite formas de jugar con el tiempo, el espacio y la musicalidad”, completa.
Este es el tercer trabajo del bailarín que se puede ver en Buenos Aires. Los anteriores estuvieron ligados al desarticulado Polo Circo. El primero fue con su compañía Bistaki; el segundo se llamaba Oktubre. La particularidad, en este caso, es que el elenco está integrado por performers locales. Dos de ellos, Parigi y Sokolowicz, fueron alumnos de Florent, hace una década, en el centro de arte de circo de Toulouse. “Hacía mucho tiempo que quería hacer una creación acá”, dice. Se siente “muy ligado” a Buenos Aires, una “ciudad súper cultural” que le encanta, sobre todo por su alta cuota de teatro independiente. Baila tango hace diez años. “Acá hay menos plata para desarrollar el circo, pero es un lindo terreno de juego, ¡hay una riqueza! Muchas veces Francia me ayuda con mi obra, pero en este caso no quería... porque a veces hay una actitud colonialista”, reconoce.
Su vida es itinerante. No le interesaba para nada tener una normal. Se crió en Montmartre. A los 13 años comenzó a hacer malabares y acrobacias en la calle, para hacer “guita” aprovechando el movimiento turístico. En su caso, arte y viaje caminan por la misma cuerda. “El circo es una escuela de vida. Cuando lo estudiás vas a confrontar con el dolor, la paciencia, preguntas internas y profundas. Y el viaje también te hace crecer y pensar. Soy muy curioso. Me encanta observar. Cuando viajás tenés la posibilidad de ver muchas culturas y cómo funciona la gente. Es increíble la diversidad. Es una formación sobre la humanidad”, desliza. Su búsqueda, finalmente, es por “la empatía” que el arte puede habilitar.