Es muy común leer y escuchar que el de Cambiemos es un gobierno “insensible”. No es cierto. Porque la insensibilidad no existe. Lo que Macri, sus funcionarios y muchos de sus votantes exhiben es una sensibilidad distinta. Frente a los mismos estímulos, perciben, interpretan y ejecutan otra cosa. Todo aquello que a nosotros nos conmueve provoca en ellos un sentimiento profundo, pero expresado en una sintonía diferente. Había que ver el orgullo y la alegría que manifestaba el jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta cuando inauguró los “contenedores inteligentes”, a prueba de cartoneros, en la avenida Corrientes. Es que la postal del cartoneo y la realidad de revolver entre la basura para buscar comida son capaces de activar diversos mecanismos sensibles: en unos provoca una mezcla de indignación (por la precarización económica) y solidaridad (con las víctimas de esa situación); en otros genera una incomodidad de índole completamente opuesta, asociada a un prurito estético. El drama social, para ellos, es el de los vecinos que tienen que soportar que unos indigentes, seguramente vagos y potencialmente delincuentes, afeen la ciudad. Pero el sentimiento es tan fuerte en un caso como en el otro.
Hace unos días una jubilada intentó suicidarse en las vías del subte porque no tenía dinero ni para comer ni para los remedios. Uno tiende a creer que la empatía frente a un cuadro semejante no debería discutirse, pero en las redes, muchas opiniones se entregaban a una falsa asepsia ideológica, similar a la de los anuncios que, a través de los altoparlantes, avisan y piden disculpas en casos de accidente “por las molestias ocasionadas a los usuarios”. Es muy fuerte ese sentimiento de “no me molesten” que tan bien ha sabido explotar el macrismo. Ese “no querer ver” encierra una mirada potente.
Ante cada situación de vulnerabilidad social, el gobierno asume una posición que puede parecer fría, pero no lo es; de hecho es en ese terreno donde se muestra más “proactivo” y entusiasmado, porque siente que puede garantizar un feedback con su núcleo duro de votantes (otro terreno fértil es, claro está, el tema “kirchnerismo”, aunque en este caso ya no debería hablarse de sensibilidad sino de libido). Ya sea para expedirse sobre una marcha de trabajadores despedidos o para abordar el tema de los manteros, la reacción se corre del conflicto en sí mismo. El motivo real de determinada manifestación callejera no importa. El registro emocional está vinculado con las formas de la protesta, con el aspecto de los manifestantes, con los métodos empleados. Hay una especie de “horror” que gobierna de ahí en más sus reacciones, destinadas a restablecer cierto canon de urbanidad.
Para el macrismo existe la pobreza pero no la injusticia social. La gente que va quedando afuera del sistema no es producto de una determinada política económica sino, apenas, de una inadaptación al esquema meritocrático. Imaginemos esta secuencia: “Juan X tenía un empleo de maestranza en un organismo público, fue despedido, puso un puestito de baratijas en Pueyrredón y Bartolomé Mitre, la policía lo sacó a bastonazos, agarró un balde y un trapo y se dedicó a limpiar vidrios de los autos, lo volvieron a echar de la calle, en la desesperación le robó el celular a una mujer (esta correlación es antojadiza, no necesariamente es así), lo llevaron preso, salió, buscó trabajo, no encontró y finalmente, ya desahuciado, se tiró a las vías del tren”. Ese mismo derrotero ellos lo ven así: “Juan X, un ñoqui del Estado que pasó al sector privado, como emprendedor no se le ocurrieron buenas ideas y se dedicó a vender cosas de contrabando perjudicando a los comerciantes que pagan sus impuestos, la policía cumplió con su deber, después Juan X se puso a amedrentar a los automovilistas y, como era de esperar, terminó como motochorro; hasta para matarse jodió a la gente de bien, interrumpiendo el servicio del tren. Uno menos”.
En otros países empobrecidos, una dirigencia política y económica tan corrupta como la nuestra pero con menos pruritos de clase, roba y “deja sobrevivir”. Adaptadas a la realidad de aparatos productivos destruidos o inexistentes, las ciudades se imponen como grandes mercados a cielo abierto donde la gente, a la intemperie (en todos los sentidos del término) es empujada a arreglársela como puede. Millones de personas sobreviven comprando y vendiendo artículos truchos, ofreciendo servicios a los turistas o revolviendo la basura. Es una imagen fea, claro, que los gobiernos de esos países aceptan con indulgente indiferencia. En la Argentina, con índices de desigualdad que cada vez nos acercan más a esos países llamados peyorativamente “bananeros”, nuestros gobernantes pretenden que el espejo social les devuelva la imagen de Basilea. Como no creen en la injusticia social, la culpa de que haya gente durmiendo en las calles la tienen los propios homeless.
Al no poder decir abiertamente lo que sienten, disfrazan su odio a los pobres con una súbita preocupación por la incomodidad de los turistas extranjeros o –en caso de protestas frente al Congreso– por la salud de un puñado de baldosas flojas. Es que los funcionarios del macrismo podrían ser, simplemente, indiferentes a los reclamos de los más vulnerables. Pero no, lo peor de todo es que tienen sentimientos.