“Un día tranquilo de verano, eso era todo. No había manera de que Julián pudiera sospechar algo. Nada de no prestó atención al canto indiscriminado de los pájaros, ni mucho menos decir que no pudo reconocer en el color malherido del atardecer la señal de lo que estaba por pasar. Nada de esos placebos retóricos. Nadie puede concebir ni remotamente las formas en que las acciones se conectan unas con otras”. Para él ni señales ni sospechas de que algo está por desencadenarse, pero sí para el lector: Julián Brizic, actor en receso, protagonista de Ya pueden encender las luces, acaba de salir a la calle y va a aprovechar el envión para ir hasta el kiosco a comprar cigarrillos. Un rato antes había sonado el timbre de su departamento: nadie en el portero eléctrico, nadie en la entrada del edificio; dos ratos antes, en la pantalla de su televisor, el coronel Kurtz y el capitán Willard, en la penumbra de la Camboya profunda, hablaban sobre métodos y absurdos; algo antes todavía su amante había estado de visita por allí. Por pereza, y porque está al llegar su mujer con sus Marlboro, se banca las ganas de fumar, pero la paranoia lo ha traído hacia la calle y ahora camina hacia el 24 horas de la estación de servicio. Y ahí se encuentra con un tipo que, bastante de refilón, tenía visto cuando iba a cobrar a la secretaría. Trata de zafar pero el hombre, cincuenta y pico, robustón, campechano, lo reconoce, lo saluda, da por sentado que viene a acompañarlo y lo embarca hacia lo de Taboada. “¿Escuchaste hablar de Taboada? Vive por acá. Bueno, pero sentate. Aguantame que termino el café y ya salimos”.
Y es desde ahí que Ariel Urquiza conduce a su protagonista y al lector hacia un viaje con una parada inicial por la zona de Paternal, lo de Taboada, y luego una deriva con otras varias detenciones rumbo a un suburbio y a lo profundo de la noche. Un recorrido en el que las coordenadas de lo siniestro son lo habitual para el gordote y lo inédito ¿e insospechado? para Julián, que rumia la idea de rajarse pero allá va, pegado a la tarea del otro. Con cinco o seis pinceladas Urquiza sitúa al actor en escena: varios meses desocupado, el encuentro con un primo lejano que le pregunta si trabajaría en cualquier cosa, la reunión en un bar con un tipo extraño: “La verdad es que yo no vine a ofrecerte un trabajo exactamente. Lo que tengo para vos es una paga. Una paga mensual. Se supone que vas a ocupar un cargo en la administración pública, pero tal cargo no existe”. Cobrará por no hacer nada. “Al menos al principio –dice el tipo–. Después, quién sabe”. Se trata de la Secretaría de Planeamiento de Programas, Prácticas y Procedimientos. Duda, Julián. Resulta una guita interesante. La oficina en la que cobra mensualmente le hace pensar en una obra de Tadeusz Kantor: treinta oficinistas que anotan papeles en silencio, sin computadoras, y una fauna a la espera de su paga. “La paciencia nos enaltece”, lee en un letrero puesto en lo alto, “como un lema en un campo de concentración”. Para el tercer encuentro Julián ya se saluda con algunos, charla de fútbol. Entre ellos está Enrique, coequiper inorgánico en la noche de esta historia.
Urquiza nació en Tres Arroyos en 1972. En 2016 recibió el Casa de las Américas por los cuentos de No hay risas en el cielo, su primer libro. Ya pueden encender las luces, es el segundo que publica y se lee de un tirón, con un crescendo de la trama que avanza a la par de los notables retratos de sus criaturas, Julián internándose en sus pantanos (el ego artístico maltrecho, la culpa con su mujer, la paga aceptada y sus posibles consecuencias) y Enrique en su rutina, las referencias afectuosas a su padre o a su hija en medio de su faena, un personaje que en lo literario, puede pensarse, revista en el gremio con Cardozo, el mano de obra de Hospital Posadas de Jorge Consiglio, o con el Villa de Luis Gusmán. Un submundo de los servicios ahora de lleno en el tapete, con las aventuras de Marcelo D’Alesio & compañías, sujetos que desde el periodismo suele perfilar Ricardo Ragendorfer.
Esta novela fue finalista en 2013 del premio Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional. Al viaje nocturno por la urbe Urquiza le entrevera otra subtrama, en principio diferida, en la que un arquitecto y artista prepara una instalación sobre avenida Libertador, justo a la altura del edificio de la Biblioteca. Y hay un tercer hilo narrativo con breves entradas sobre el teatro, la composición de personajes, los puntos de contacto entre lo ficticio de lo actoral y lo real de los actos fuera del escenario. La representación: la expresión Ya pueden encender las luces refiere al telón, a pasar página, a salir, al final de una obra. Aunque tras cerrar esta novela, como un sinfín, uno piense en las tinieblas de Kurtz.