La idea de una guerra global, que permea cada una de nuestras acciones cotidianas, que se encuentra diseminada en cada uno de los puntos en donde creemos que estamos seguros, no es un delirio paranoico, sino una realidad efectiva de la cual Occidente no se ha hecho del todo consciente. Al menos, esa es la sensación que cualquiera puede tener si se aleja un segundo del transcurrir cotidiano y repasa las noticias que suelen aparecer en la sección de Internacionales, pero que deberían ser parte de las novedades más propiamente locales. Porque, a diferencia de las guerras que sí han tenido el título de “mundiales”, las declaraciones por parte de los participantes no se han hecho del todo efectivas (aunque eso habría que matizarlo), y los protagonistas de ese conflicto no parecen ser países en el sentido moderno de un Estado Nación, sino culturas o modos de ver el mundo fuertemente afincados en una razón religiosa que parecería partir el planeta en dos: musulmanes y cristianos. Pero, ¿hasta qué punto es esto cierto? ¿No habría, en realidad, tanto de un lado como del otro, una misma lógica que los estructura? ¿Tiene algo que ver la religión musulmana, en un sentido estricto, con el accionar de los fundamentalistas que se inmolan para aniquilar a uno de los objetivos identificados en el marco de este conflicto? ¿No hay algo muy similar en la manera en que los “líderes del mundo libre” como George W. Bush o Donald Trump, o incluso el propio Barack Obama, invocan a “Dios” para desarrollar campañas militares que se parecen más a cazas organizadas a la distancia, con el desarrollo de las tecnologías de manejo de drones, antes que a conflictos bélicos en el sentido tradicional, histórico, occidental de una guerra? Todas estas preguntas, de una pertinencia que asusta, aparecen recorriendo El sueño de los mártires, libro ganador del Premio Anagrama de Ensayo y último trabajo de Dardo Scavino, crítico y ensayista radicado en Francia que se permite, desde un punto de vista que parecería ajeno a toda la cuestión (digamos, la mirada de alguien criado en un país latinoamericano preponderantemente católico), indagar sobre los sistemas de interpretación que operan en los modos de guerra contemporáneos. Quizás, el modo en que la frase “guerra total” puede entenderse con plenitud.     

El libro comienza con una anécdota menor y hasta trivial dentro de la vida de cualquier profesor: una alumna que levanta la mano y pide permiso para salir de clase. El motivo de esa salida ya deja de perder los rasgos de la rutina clásica de un docente: en la Universidad de Burdeos, donde Scavino supo ser profesor, se realizó un acto, organizado por el centro de estudiantes, para conmemorar a las víctimas del atentado de Atocha. Estamos, como bien aclara la anécdota, en la mañana del 12  de marzo de 2004, un día después del trágico acontecimiento. La mayoría de la clase parte al acto, pero siete alumnos quedan, casi rezagados y en silencio, dentro del aula. Por curiosidad, y como para iniciar una charla con los que se quedaron, Scavino les pregunta por qué no van a asistir al acto. Uno de ellos responde: “Cuando nos matan a nosotros, ellos no hacen un minuto de silencio”. El relato termina con un dato por demás fundamental: los siete alumnos que no participaron del acto cuentan con apellidos magrebíes. Esa frase, que parece una más dentro de la multitud de palabras que suelen decirse en un aula, despierta una larga meditación en torno a los modos de construcción de ese “nosotros” declarado por el alumno, que marca una oposición operativa política dentro de las sociedades occidentales pretendidamente laicas, pero que también predispone a la reflexión en torno a los modos de recordar al caído, de llorarlo o de entender que, desde determinados sistemas interpretativos, una muerte puede valer más (o menos) que otra. 

Esa afirmación por parte de los siete alumnos en torno a un “nosotros” que los distancia tanto del profesor que tienen enfrente como de sus compañeros, participantes de un acto en memoria de los caídos españoles en un atentado, pone en evidencia que el pronombre es un modo lingüístico de recuperar una oposición a veces disimulada en el espíritu laico que supuestamente caracteriza a los ideales de las repúblicas occidentales. Scavino empieza lentamente a desarmar el mecanismo de identificación que subyace en el término y hace un arduo repaso de los hechos, mejor, de la genealogía que llevó al clima de guerra actual. Una guerra que en Europa se hace evidente que comenzó hace tiempo, y en la cual, de algún modo, estamos metidos desde finales de los 70 y comienzos de los 80. 

¿Eran esos jóvenes de apellidos magrebíes parte integrante de algún tipo de red islámica vinculada a atentados terroristas? Probablemente no, pero sí ponía por delante el hecho de que pertenecían a una segunda o tercera generación de familias magrebíes en territorio europeo, así como sucede con otras familias, árabes, persas, turcas, sahelianas. Y que habían nacido en un ambiente desprendido del mundo religioso al cual sus padres o abuelos habían pertenecido: mundo que optaron por abandonar para sumarse a una lógica de integración que ha sido la bandera del mundo organizado en torno a conceptos como “república”. Pero, como bien señala Scavino, gran parte de los miembros que se van sumando a los grupos islámicos extremistas son hijos o nietos universitarios que acusan a sus antepasados de haberse olvidado del islam, de haber identificado su modo de vida con el del mundo occidental y, por sobre todo, de haberse olvidado de defender la umma, o “comunidad de creyentes”. Pero ese regreso abrupto a la lógica religiosa no quita que los jóvenes que se suman al islamismo, al menos, en territorio europeo, por más que sean descendientes de personas que partieron de ese mundo, sepan de manera cabal las prácticas que esa declaración supone. Según un informe del contraespionaje británico, “lejos de ser devotos, una gran cantidad de quienes se involucran en el yihadismo no practican la religión de manera regular”, hasta el punto de que “muchos carecen de educación religiosa y pueden considerarse novicios en la materia”. Scavino propone dos fuentes de conversión de este tipo de jóvenes: por un lado, la propaganda islámica que circula en las redes sociales, en los videos de YouTube, que transforman a los sujetos que se inmolan en héroes semejantes a una estrella pop, con el reino de los cielos directamente abierto por haberse sacrificado en beneficio de su pueblo. Por el otro, y aquí es en donde pone el acento el autor de El sueño de los mártires, por el mundo que se abrió por las intervenciones norteamericanas en Medio Oriente desde la década del 80 en adelante, con especial énfasis en las operaciones militares pensadas como represalias organizadas luego del 11-S, en lo que va del siglo XXI. ¿No se podría considerar que la enorme cantidad de bajas civiles, de destrucción de pueblos, de salvaje aniquilación del supuesto enemigo (no militar, en la mayor parte de los casos) puede despertar una sensibilidad en jóvenes locales, que ven a sus familiares arrasados, o en jóvenes descendientes de esos mismos pueblos, que se sienten segregados culturalmente en un territorio ajeno y que buscan un modo de pertenencia a un “nosotros” que los contenga y organice sus rencores y frustraciones? 

Dardo Scavino logra en El sueño de los mártires llevar una metodología identificada con la crítica y la teoría literaria a un terreno que parecería ajeno, pero que resulta por demás productivo. Porque, precisamente, una vez que identifica los modos de operación simbólica del mundo islámico, lleva el mismo sistema de lectura al mundo del nacionalismo judío y del protestantismo norteamericano. Y encuentra en ambos poderosas similitudes con respecto a la idea de identificación religiosa y aniquilación del enemigo que encuentra en ese Gran Otro de Occidente, que es el mundo musulmán. Recurriendo a pensadores como Alain Badiou, pero también a un sistema de constitución de “pueblo” que recuerda a la filosofía de Ernesto Laclau, y a un modo de lectura que tiene una pata fuerte apoyada en el estructuralismo psicoanalítico de Jacques Lacan, Scavino indaga los modos de constitución del “enemigo” por parte de los bandos en pugna, viendo cómo reinterpretan su pasado para ponerlo a disposición del enfrentamiento del presente. Y cómo los hechos, por más brutales que sean, cargan con una interpretación que todavía puede ser analizada desde el costado de un especialista en literatura, que escribió libros como Saer y los nombres (2004) o La filosofía actual. Pensar sin certezas (1999), y que ahora, interpelado por una realidad que forma parte de su experiencia cotidiana, que forma parte de la experiencia de cualquiera, se dispone a pensar no qué significa, sino cómo funciona esa lógica de oposición, reclutamiento y justificación de acciones que parecen desprendidas de toda humanidad, pero que resultan parte de lo que nos define específicamente como humanos: la dimensión simbólica que envuelve a la brutalidad bélica. Quizás habría que pensar, junto con Scavino, que la política, ahora, invirtiendo la frase de Clausewitz –como lo supo hacer Michel Foucault, pero con otro sentido– es la continuación de la guerra por otros medios. Aunque el problema es que, en este caso, la guerra es global: un inmenso “adentro” que no deja a nadie afuera.


Estos fragmentos de El sueño de los mártires permiten entender los hechos puntuales que el libro recupera. Pero también el modo de lectura dispuesto por el autor.

Políticá y religión

Después de haber estudiado quinientos casos de terroristas, un psiquiatra de la CIA, Marc Sageman, asegura que las primeras cuatro etapas de la adhesión a un grupo yihadista son, en primer lugar, la cólera provocada por la persecución de sus hermanos en otras partes del mundo; a continuación, la manera en que el sujeto sitúa esa cólera en el contexto de una guerra de los occidentales contra los musulmanes; en tercer lugar, la cólera por sentirse discriminado en el seno de una sociedad occidental; por último, el reclutamiento por un grupo que le propone expresar su cólera a través de un acto violento. La religión no interviene en ninguna de estas cuatro etapas, como no sea bajo la forma de la referencia a los países musulmanes convertidos en víctimas de los occidentales, sentimiento que puede compartir perfectamente cualquier “musulmán político” sin un gran apego al culto. En las cuatro etapas, en todo caso, prima la oposición entre “nosotros” y “ellos”, y en la cuarta, sobre todo, la organización yihadista inserta esa oposición en un relato que le da sentido y prepara la acción. 

Recordemos incluso la fatwa firmada por Bin Laden, Al-Zawahiri y otros dirigentes del Frente Islámico Mundial el 23 de febrero de 1998, considerada la primera declaración de guerra a Occidente y punto de partida de la yihad hasta nuestros días. Este texto no invoca motivos religiosos sino geopolíticos, y cuando la religión aparece, no se vincula con Al-Qaeda, sino con Estados Unidos. 

Alguien me dirá que asesinar a sangre fría a cientos de personas indefensas no constituye un acto de guerra sino un homicidio de masas puro y simple, porque no se trata, entre otras cosas, de un objetivo militar y porque no neutraliza en lo más mínimo las capacidades de acción del ejército enemigo. Y se trata, en efecto, de un homicidio de masas. Pero también de un acto de guerra con un objetivo político: los autores de esos atentados no pretendían vencer a ejércitos como el estadounidense, el británico, el francés o el español, ni debilitar los sofisticados armamentos de sus contrincantes a través de guerras civiles. Pero en esta “guerra asimétrica” no se trata de doblegar al enemigo militarmente sino políticamente. Y no hay mejor ilustración de este fenómeno que el atentado de Atocha: no solamente tuvo como consecuencia inmediata la derrota de Aznar en las elecciones del 14 de marzo sino que además llevó a Rodríguez Zapatero a retirar las tropas de territorio iraquí, retirada que se tradujo en un cese inmediato de las operaciones terroristas en territorio español.     

El pasado en el presente

El relato del sionismo religioso actual introduce los mismos tipos de paralelismo del relato yihadista y de cualquier otro relato político. Presentan algunos conflictos del pasado del pueblo hebréo –tomados, o no, de la Torá– y los elevan al estatuto de episodios premonitorios de la guerra actual contra los palestinos. Puede tratarse de las guerras contadas en el Exodo –que enfrentaron a los hebreos con, entre otros, los hititas o los cananeos–, o de la guerra de los zelotes contra los romanos antes de la destrucción del Segundo Templo. Lo importante es establecer con claridad la metáfora proporcional: los judíos del pasado son a los romanos lo que los judíos de la actualidad son a los palestinos. Quienes cuentan y escuchan esta narración saben, por supuesto, que los romanos no son los palestinos, o que hay solamente una analogía entre ambos, desde el momento en que ocupan el mismo lugar en la lucha contra los judíos. Pero la clave de la operación se encuentra, precisamente, ahí. ¿Los judíos del pasado son los mismos que los judíos del presente? ¿O se trata también de una analogía? Para Yigal Amir, Menájem Beguín o Hanan Porat no cabe duda: se trata del mismo pueblo. ¿Por qué? Porque los judíos “deportados y dispersados entre las naciones” son los herederos o los descendientes de un solo y mismo pueblo. Y la prueba de esta unidad residiría en el hecho de que unos y otros tienen, a pesar de la diáspora, una misma religión, aunque muchos de esos judíos no sean religiosos. Pero aún cuando aceptáramos esta explicación de por qué se trata de un solo y mismo pueblo, y no tuviéramos en cuenta la realidad histórica de las conversiones a lo largo de los siglos, no estamos obligados a admitir que el conflicto entre judíos y palestinos forma parte de las guerras de religión. La religión se presenta aquí, una vez más, como el pasado de la política: el archivo de oposiciones significantes que permite convertir al pasado en una prefiguración del presente.   

Con dios de nuestro lado

Los Pilgrim Fathers arribaron a tierras americanas resueltos a fundar la Nueva Jerusalén porque se veían a sí mismos como a los hebreos que huían de los suplicios de la esclavitud en Egipto para dirigirse a la Tierra Prometida donde “mana la leche y la miel”. 

El providencialismo de los colonos novo-ingleses y de los flamantes estadounidenses conocería nuevas variantes a lo largo del siglo XIX. Un pastor presbiterano de Boston, Lyman Beecher, aseguraba que “los Estados Unidos son la Providencia de Dios destinada a abrir la vía a la emancipación moral y política del mundo”, y esta convicción no va a caracterizar solamente a los estadounidenses más conservadores sino también a los otros que, como el propio Beecher, eran partidarios de la abolición de la esclavitud y defensores de los derechos de las mujeres. El director de la Democratic Review, John O’Sullivan, aseguraba en ese mismo momento que “el nacimiento de nuestra nación marcó el inicio de una nueva historia, la formación y el crecimiento de un sistema político sin trabas que nos separa del pasado y nos liga al porvenir”. “Somos”, escribía en 1839, “el progreso humano”, de modo que “¿quién podrá fijar los límites de nuestro avance?”. Algunos años más tarde, cuando el Congreso de Estados Unidos aceptó anexar a Texas y “castigar” a México, O’Sullivan escribió un célebre artículo con el que identificó la Providencia con el “destino manifiesto” de su país: “tenemos derecho, debido a nuestro destino manifiesto, a expandirnos y asegurarnos la posesión de todo el continente que la Providencia nos ha legado para el progreso de la gran experiencia de la libertad y del desarrollo del gobierno federativo que nos confió”. Los pioneers asumirían así la identidad de los nuevos Pilgrim Fathers en busca de la Tierra Prometida. 

Uno de los principales ideólogos neoconservadores de la era Reagan, Irving Kristol, seguía recurriendo al relato del destino manifiesto para establecer una diferencia entre “patriotismo” y “nacionalismo”: “El patriotismo”, explicaba, “abreva en nuestro amor por el pasado de la nación”, mientras que “el nacionalismo nace de la esperanza que tenemos en su porvenir, en la grandeza que lo distingue de los otros”, y por eso, para Kristol, los objetivos de la política extranjera de Estados Unidos no debían limitarse a la “seguridad nacional” sino a la defensa del “interés nacional”, “definida por la creencia en el destino de la nación”. 

La guerra punitiva

Carl Schmitt ya había llamado la atención acerca de la profunda transformación que se había introducido en el derecho a la guerra. Una guerra suele considerarse justa cuando hay una justa causa bellum, y esta causa es, por lo general, una agresión extranjera, como ocurrió cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor. Pero aún en el caos de una agresión pavorosa el enemigo sigue siendo considerado un justus hostis. Un individuo que agrede a otro está cometiendo un delito porque está transgrediendo la ley de un Estado. Un Estado soberano que agrede a otro no está contraviniendo una ley de este último. La agresión militar no es un delito y un enemigo, como consecuencia, no es un delincuente. Justus hostis no significa otra cosa. Esto explica por qué los actos de guerra más violentos no son castigados judicialmente una vez concluida la guerra, y por qué los prisioneros de guerra no son presos que están cumpliendo una pena por sus actos. Tal como la entiende Estados Unidos, no obstante, la “guerra punitiva” supone dos cosas: que el agresor es un criminal y, como consecuencia, se lo puede castigar, y que este enemigo no agrede necesariamente a los Estados Unidos sino a la humanidad en su conjunto, esa humanidad que los Estados Unidos representa y defiende. A esta diferencia seguía haciendo alusión Donald Trump cuando aseguró en el discurso del 21 de mayo de 2017 de Riad que la guerra contra el terrorismo no es “una batalla entre religiones” sino “entre el bien y el mal”: “entre criminales bárbaros que tratan de terminar con la vida humana y la gente decente, siempre en nombre de la religión, que quiere proteger la vida y su religión”.