Rosina corre sin descanso por la ruta. Cada tanto, gira la cabeza y mira hacia atrás. ¿Quién la sigue y por qué? En su rostro no parece haber una preocupación desmedida, apenas la certeza de que es mejor alejarse un poco, al menos durante un tiempo, de quien está siguiendo sus pasos. Al final del camino, cuando el pavimento le cede el lugar a la arena y ésta a los confines del mar sólo resta la posibilidad de la sumersión. Es allí y sólo entonces, luego de que una voz familiar le pide que regrese y le confirma a regañadientes que todo estará bien –a pesar de eso que ocurrió y que no fue grave, pero que bien podría haberlo sido– que la silueta inconfundible de la aleta de un tiburón aparece y desaparece en cuestión de segundos de la superficie del océano. Los tiburones, la ópera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi, cruzó todo el continente para presentarse como estreno mundial en el Festival de Sundance hace algunos meses, de donde regresó con el premio a la Mejor Dirección en la selección de largometrajes dramáticos. Un buen comienzo en el derrotero festivalero que tuvo un segundo mojón en la reciente edición del Bafici, en el cual esta coproducción entre Uruguay, Argentina y España se alzó con el Premio Especial del Jurado de la Competencia Internacional. Antes de regresar a Montevideo y de volver a preparar las valijas para la presentación de su película en un festival en Polonia, y a pocos días del estreno comercial de este lado del Río de la Plata, Garibaldi afirma que el proceso que la llevó desde el germen de la historia al montaje de la película terminada fue muy extenso. “Una vez que la financiación se transformó en realidad, trabajé mucho en ajustar todo: el guion, a la actriz que interpreta a Rosina y a mí misma. Ajusté también el personaje, que originalmente era menos ambiguo, y comencé a jugar con el género, con las historias coming-of-age, con el humor”.

Rosina, una adolescente de catorce años –encarnada por la debutante Romina Betancur, de diecinueve–, vive en un pueblo de la costa cercano a Piriápolis y acaba de mandarse una linda macana que pudo haber tenido consecuencias en la visión de su hermana mayor. Esto no es ni será Verano azul: la cercanía de la temporada turística no trae aparejada la vinculación con otros chicos y chicas de su edad, aunque sí más de una bicicleteada y el inicio de una relación con Joselo, un muchacho algunos años mayor que ella que trabaja para su padre cortando el pasto en casas y hoteles del pueblo. El tránsito por esa edad indefinida, ni infantil ni adulta, no resulta sencillo para la protagonista, usualmente reservada, implosiva, capaz de recurrir a procedimientos muy poco usuales para llamar la atención de aquellos que la rodean. Garibaldi imagina que su personaje mantendrá algunas de esas características cuando sea mayor. “No la veo como un personaje que se transforma radicalmente, en el sentido tradicional del arco dramático. En lo personal, creo que la adolescencia es una etapa horrible, un período en el cual ocurren cosas que te van a quedar grabadas para siempre. Un momento en el cual te das cuenta de cómo son las cosas que te rodean, la complejidad del mundo. No volvería nunca a la adolescencia si tuviera la oportunidad, pero, a la vez, hay algo que me fascina de esa etapa, una cierta deformidad. Esa incomodidad es esencialmente lo que quise transmitir. Una incomodidad que también tiene que ver con el cuerpo y sus transformaciones”. El despertar sexual forma parte del combo, como en todo relato de crecimiento hacia la madurez que se precie de serlo, pero no lo es de manera convencional; de hecho, la única escena de sexo en toda la película es cualquier cosa menos previsible. “Es una escena que me divierte mucho”, afirma entre risas, para nada nerviosas, Garibaldi. “Aunque debo decir que hay algo que me incomoda y si tengo que elegir una parte durante la cual irme de la sala es esa. Hay algo loco: las devoluciones que tuve de los espectadores sobre esa escena en particular incluyeron muchos ‘a mí me pasó lo mismo’. Sobre todo de mujeres, pero también de algunos hombres. Creo que la sexualidad está llena de cosas incomodísimas y vergonzosas y está bueno poder reírse de eso”.

Papá está demasiado ocupado con el trabajo y las constantes reuniones con una parte del pueblo, inquieto por la posible aparición de tiburones en la zona, veneno para la pesca y el turismo. Mamá está incursionando en la venta de cosméticos y una nueva técnica de depilación. La hermana tampoco parece prestarle demasiada atención a Rosina, aunque posiblemente el “incidente” tenga bastante que ver con eso. Es entonces que el secuestro más inesperado toma forma, sin estridencias ni énfasis, una de las marcas de estilo más notables de la película, junto con el sutil trabajo alrededor de lo simbólico, incluido ese escualo que parece haberle contagiado a la heroína su comportamiento depredador. “La alegoría era un riesgo y en alguna etapa de la escritura había elementos mucho más fuertes en ese sentido. Lograr un equilibrio era el desafío, porque el riesgo de la solemnidad estaba presente. Pero intentamos evitarlo, llenando la historia de mucha cotidianeidad, humor y algo de juego lúdico. Hay una escena en la cual el agua de la orilla es rojiza, pero juro que no es un símbolo: simplemente llegamos a filmar y había marea roja. Me enojé un poco en ese momento porque pensé que podía llegar a interpretarse de otra forma”. Suele decirse que un acierto de casting resuelve, al menos, la mitad de los problemas de realización de una película. Garibaldi encontró en Romina Betancur, actriz primeriza, a la intérprete ideal para el personaje, cuya delicada construcción emocional y psicológica podría haberse derrumbado como un castillo de naipes ante cualquier atisbo de exceso o retracción excesiva. “La conocí hace tres años, cuando estaba en un laboratorio de desarrollo cinematográfico, en paralelo al trabajo de guion de Los tiburones. Me pidieron que hiciera un ejercicio con adolescentes y contacté a profesores de teatro. Cuando la vi ocurrió algo muy físico, me cerró en seguida. Nos hicimos amigas y hubo un entendimiento casi inmediato entre ella, la cámara y yo, una suerte de código compartido. Y si bien fue difícil al principio ella terminó comprendiendo lo que intentaba crear como directora y yo entendí perfectamente lo que ella quería y podía aportarle al personaje, lo cual enriqueció muchísimo a la película”.