Para entender este arte hace falta hacer cuentas: que Carlos Alonso va a cumplir noventa años, que lleva medio siglo largo creando lo impresionante, que le tocó bailar con la más fea de las feas de nuestra historia argentina. Por eso las paredes del Bellas Artes andan cargadas de dolores, porque mostrar alonsos es repasar las crueldades que ahí están. Los hombres de bigotazos que se llevan chicos, los patas negras de palo en mano, los cuerpos rotos y violados al borde de la fosa. Son los horrores de la guerra sucia, pintados con un talento que te hiela el corazón.
Hay que entrar directo a la derecha, a ver uno de los acrílicos de la famosa serie El ganado y lo perdido, un cuadrado de tela que muestra dos de las caras más espléndidamente crueles jamás pintadas. Son señores de traje y sombreros homburg, impecables, atrás del mostrador de una carnicería, cigarro en mano, sobretodos puestos. Los dos miran al pintor, uno hasta sonríe. Los dos son dueños, dueños de mucho y dueños nuestros, lo que pasa por aristocracia por acá, un poder del dinero que trata de disimular y sabe vestirse. Pocas veces, desde Rembrandt, alguien puso tanto en un rostro: la explicación de lo que pasaba en 1972 y el claro anuncio de lo que iba a pasar entre los dueños y los que no los aceptaban. La seguridad insolente de esas caras promete lo peor, afirma que los dueños hacen cualquier cosa por cuidar lo suyo y están por hacerlo de nuevo.
Hay que quedarse mirando esa tela un buen rato para acordarse que es además gran arte, una composición de exquisita perfección. Hay una monocronía de grises y blancos y negros, un color encerrado en los cortes de carne y en las caras crueles. Cada diagonal, cada masa, cada vacío está exactamente donde debería en un mundo ideal. Es el mismo problema del Goya final, el sofocón de la perfección después del golpe del contenido, de los torturados y muertos, de los soldados violadores y los cuerpos mutilados. Es el mismo problema de tener como tema la oscuridad de la que somos capaces.
La muestra se llama Pintura y memoria, un nombre terso que deja sin embargo la tentación de sentir que Alonso predijo, adivinó, percibió antes que otros. El arte no es predicción, el arte es observación agudísima, la herramienta de los grandes y de Alonso. Esta retrospectiva, homenaje tardío, asunción de que es nuestro mayor artista, prueba que Alonso fue maldecido por una visión exacta. Las piezas más tempranas son blancos y negros de fines de los cincuenta y principios de los sesenta, el momento en que el maestro se suelta, decide hacer lo suyo y caminar su camino. Son retratos de la pobreza ancestral, de chicos soltando el moco abajo de una mesa y delante de un gato escandalizado, de una mujer que es un desnudo casi clásico, pero que es una mujer a punto de llorar. Y están los carniceros ceñudos y fuertes, los chicos panzones de hambre, los rostros maltratados, el Che santificado y hecho objeto en su muerte, una Evita de olla en mano, un Irigoyen desencajado.
Lo que Alonso lleva un poco más adelante es eso de retratar a los responsables de esos maltratos, de esas pancitas hinchadas. Son los de la potente El ganado y lo perdido, la muestra que terminó en amenazas y exilio, la que produjo esos retratos de perfecta crueldad y poder, y la que puso un dedo en un lado de la ecuación que raramente se nombra, el sexo. Esos señores tan duros, tan de vacas y sobretodos a medida, están rodeados de mujeres desnudas, descuartizadas, usadas, entregadas, rebeldes o vendidas. Este substrato de violencia física, este lado y foco del poder le da a estas imágenes un poder interminable: un día de estos cumplen medio siglo pero siguen tan fuertes como el puño del miserable de Sin pan y sin trabajo.
Esta violencia le costó a Alonso una hija, uno de esos dolores que la mayoría ni nos animamos a pensar. ¿Cómo se rompe un hombre exiliado, negado y con horrores prometidos si vuelve, cuando le falta una hija? La respuesta es una de las cosas más terriblemente profundas jamás creadas, la serie Manos anónimas que comenzó con autorretratos enmudecidos, Alonso sin palabras, fundido finalmente con su hija, y siguió con retratos de un territorio de sadismo al que sólo Goya se animó a ir. En las paredes dolidas de nuestro museo se pueden ver casas reventadas y chicos llorando, el entierro nocturno y clandestino de una NN que es un ángel encarnado, una bestia de sombrero llevando al hombro un cadáver dolido y de la mano un niño robado. El más terrible muestra a una mujer que ya va perdiendo su misma materialidad, que es transparente en parte, incolora de a poco, excepto en la parte que le interesa a su violador, su culo y su raja, sus piernas gentiles. Es un recorte que hace llorar, como la pieza de la serie que muestra a una mujer enjaulada, maniatada, forzada a hincarse para que la usen. Uno se encuentra pidiendo perdón, jurando cosas, haciendo promesas que no podría cumplir.
Desde estos núcleos se entiende el resto de la muestra, que en buena medida se forma de gente también maldecida por la vista clara. Spilimbergo roto en vida, los tremendos Van Gogh, Courbet perdido en su propia vida, Renoir derrotado y con el desconcierto de alguien que llegó a tan viejo. Es como una recorrida por el precio que se paga por la lucidez, por ver lo que hay y lo que viene.
Es un compromiso extraordinario, un gran arte, una belleza que duele. Nadie podría pedirle tanto a nadie, y por eso le debemos tanto a Alonso. Que nos traiga esto, que lo haga inmortal, que nos explique entre nosotros lo que es hacer arte.