Tan inglés como el Big Ben, el té con scones, los estribillos épicos o el colonialismo depredador, Sherlock Holmes es un símbolo británico. Y tiene su mejor reencarnación en Sherlock, la miniserie de la BBC que estrenó cuarta temporada (en Netflix y el planeta Torrent) en la que su observación enfermiza y su zarpada deducción están a la altura de esta edad dorada de las series. Sherlock es una gran cosa por su velocidad, por el histeriqueo con las pistas que te pusieron a la vista y no viste, y por esos protagónicos que te suenan a todo: Holmes es Benedict Cumberbatch, de Star Trek y Doctor Strange, y su compañero Watson es Martin Freeman, de El Hobbit y Fargo. Pero también porque es una serie de época, saltarina y pop como hit de Blur, oscura y rica en letra chica como convenio comercial con el Reino Unido.

Sherlock samplea, remixa y mashupea con malicia los relatos que Arthur Conan Doyle fechó entre 1887 y 1914, y resignifica el carácter freak del detective más mainstream de la historia: acá se nota que Holmes era un tremendo sociópata más de un siglo antes de que la palabrita se pusiera de moda para aludir a protagónicos de series de TV (como el sociópata hacker de Mr.Robot, el sociópata poli-killer de Dexter, el sociópata Heisenberg de Breaking Bad). Es un freak solitario, drogón, manipulador, engreído, despectivo, machista y desconsiderado, que basurea por igual a policías, sospechosos, inocentes, parientes o a su elemental Watson.

La serie está sembrada de “perlitas”, como en el inicio de la nueva temporada, cuando el detective que todo lo sabe no sabe quién fue Margaret Thatcher y sugiere negocios oscuros de la ex primera ministra británica con el supervillano archienemigo de Holmes, Moriarty. Y, como en todo relato policial, esconde su mejor secreto in your face: Mark Gatiss, el actor que se pavonea en pantalla como Mycroft Holmes, el hermano garca y service de Sherlock.

Ese tipo distinguido, extraño y alto miembro de la Inteligencia (de quien el detective dice que “él es el gobierno británico”), en la vida real también es guionista, creador y cerebro de la serie. Es quien manipula al manipulador. Y quien coloca a Sherlock, como en los cuentos de Conan Doyle, siempre al borde de la muerte, del retiro. O del final de la serie: esta cuarta temporada de tres episodios –cada uno en sí una película de casi dos horas– coquetea con ser la última, y termina con El problema final. Ojalá sólo se trate de pistas plantadas para engañar a los detectives de sofá.