En tiempos del cine de estudios, la clase B, destinada a la producción de género barata y de escasa calidad, solía producir sorpresas fulgurantes, ya que no siempre la calidad resultaba tan escasa como se presuponía. Algunos géneros, sobre todo –el terror, la ciencia ficción, el cine negro– dieron en esa zona de la producción hollywoodense, menos controlada que la de las películas “importantes” y por lo tanto con mayores márgenes de libertad, una importante cosecha de perlas inmortales, desde Cat People (…) hasta El increíble hombre menguante (…), pasando por Gun Fury (…) y Detour (…), para nombrar sólo algunas. Con la caída de los estudios en los años 60 y 70, esas sorpresas dejaron de presentarse, salvo de modo muy ocasional, con equivalentes aislados de aquella vieja clase B. Con un decorado único, sin nombres conocidos (salvo una sola excepción) delante y detrás de cámara y recibida con la mezcla de indiferencia o desprecio que se le suele dedicar a esta clase de films, Intrusos es lo más parecido a una clase B de aquéllas que se haya visto en mucho tiempo. Y, sí, es una gratísima sorpresa. Más que grata inquietante, incómoda, perturbadora.
Escrita por T. J. Cimfel y David White, y dirigida por Adam Schindler, Intrusos presenta un serio problema para hablar de ella: es una película que gira alrededor de un secreto que no puede develarse. Se contará lo que se pueda. En una casa ubicada en medio de la pradera, un hombre enfermo de cáncer muere. Su única heredera es su hermana Anna (Beth Riesgraf), que vivía con él y no piensa mudarse, entre otras cosas porque sufre de agorafobia. Tiene un único contacto con el exterior: Dan, el delivery boy que todos los días le trae las raciones de comida (Rory Culin, único nombre conocido del elenco). El mismo día de la muerte Anna escucha un auto y ve bajar de él a tres desconocidos, que se dan indicaciones para hallar el botín, suponiendo que ella está en ese momento en el funeral. Anna se oculta dentro de la casa, aprovechando el laberinto de cuartos, escaleras, sótanos y pasillos, que los intrusos no conocen. Estos, a su vez, son del tipo improvisado, lo cual le dará un buen hándicap. Pero ese hándicap no durará mucho.
Esto, sin embargo, es sólo el comienzo, porque la casa comenzará a “comportarse”, si se quiere, de manera extraña. Un “comportamiento” cuyo sentido halla su origen en ciertos traumas familiares del pasado. Desde ese momento hasta el último fotograma la tensión no hará más que crecer y crecer, con el propio Schindler echándole fuego cinematográfico desde el montaje. Intrusos no es “la película de terror de la semana”, esa puntualmente construida en base a una serie de lugares comunes que los espectadores del género reconocen y reclaman. No. Esta se atreve a invertir valores, a desparramar perversiones, a cultivar un nihilismo radical, como pocas películas contemporáneas se animan a ensayar. Habría que pensar en films del austríaco Michael Haneke, del holandés Michael Verhoeven (Black Book, la inminente Elle), del último Tarantino eventualmente, para poder dar con semejante dosis de negrura universal. Universal pero estadounidense. No hay aquí ni media referencia concreta a los Estados Unidos, y sin embargo esta fábula de ambición económica, guerra de exterminio, corrupción de los inocentes y disfuncionalidad familiar es virulentamente estadounidense. Como Los 8 más odiados.
¿Film fundacional de la Era Trump? Es tentador pensarla así, pero no: la película es del 2015. El final, jodidísimo, propone que la mejor manera de curar una enfermedad psíquica muy arraigada es haciendo una catarsis que consiste en asesinar a todos aquellos que pongan la propia vida en peligro. ¿Empoderamiento femenino? Sí, pero pagando el precio de la salud mental. Digno final para una película que de buena no tiene nada. Por eso es buena: porque reconoce que la cosa está mal. Y de eso no hay quien se salve.