Parafraseando a Sebastián Villar Rojas, lo que garpa no es preguntarse si es posible robar la Gioconda. Esa no es la pregunta. Lo que garpa es preguntarse si acaso es siquiera posible verla.
Gioconda: viaje al interior de una mirada es su nuevo proyecto liminal entre video documental, performance, educación, teatro y tecnología con el que cada martes, miércoles, viernes, sábado y domingo, a las 17.30, hasta el 15 de junio, Sebastián Villar Rojas, con producción del Teatro Nacional Argentino, el Teatro Cervantes y el Museo Castagnino+MACRO, interviene el piso 7 del Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (Av. Estanislao López 2250, Bv. Oroño y el río). La obra, de 70 minutos, gratis con cupos limitados (hay que reservar entrada desde la página del Cervantes, que reenvía a Eventbrite), podría haberse subtitulado "viaje al interior de una mirada imposible".
Imposibilidad geopolítica: el original del retrato de Lisa Gherardini pintado al óleo en 1503 por Leonardo Da Vinci, más conocido como la Gioconda o la Mona Lisa, se expone en el Museo del Louvre (París, Francia), un lugar metropolitano y de élite. Pero aun pasando esa frontera, está la imposibilidad física: una multitud se amontona en el Louvre sacando fotos de la Gioconda con sus teléfonos celulares. Villar Rojas extrae efectos cómicos del registro del público como espectáculo. Al divisarla esquivando espaldas y cabezas aparece la imposibilidad conceptual: ya la vimos. El ojo colonizado no la ve. Ha visto su reproducción mecánica desde que tiene memoria; la Gioconda es tan visible en el imaginario de Occidente que ya nadie culto de esta cultura dejó jamás de verla. Y para ver algo, hay que haber visto antes otra cosa. Ver es ver contrastes, es ver por primera vez. Ver requiere previamente de una ausencia como condición de que la mirada capte algo de la presencia que se muestra. "¡Cerrá los ojos! ¡Ahora mirá!" Pero ante la Gioconda se da el caso de una ceguera específica que consiste en que se la ha estado viendo siempre. Está demasiado presente. Nunca se ausentó. No es posible ya, por más que se la muestre, verla, es decir: verla por vez primera. No hay "voilá!" sino "déjà vu"; no hay un "ver allí", dado que se la ve en todas partes, porque la Gioconda es ubicua. Que esté en un solo sitio y no en ningún otro se ha vuelto tan impensable como inmirable: un original inverosímil, diluido en el exceso de copia y de virtualidad.
El dispositivo de ilusión que crea "Gioconda", como los documentales veristas del siglo XIX, es una formidable máquina de crítica política.
¿Y si la ceguera no fuese un déficit de visión sino un exceso de haber visto, una saturación del ojo en vez de una discapacidad? Para representar y a la vez ejecutar el rol de guía, borrando todo límite entre función teatral y función práctica, Villar Rojas convocó a una actriz ciega, que casi siempre fue ciega pero que no era actriz antes de esto. Hay aquí un, en todo sentido, oscuro humor del que ella participa como humorista. "Lo que garpa es la ceguera", dice Rocío Muñoz Vergara en un momento autorreferencial de su desopilante monólogo, que coescribió con el director; dramaturgos ambos, performers los dos sólo que ella lo es en la obra servida al público y él en la cocina de la obra, que consistió en ir a filmar el Louvre.
Filmar el Louvre y traerlo. Así de simple y complejo. Un acto de canibalismo cultural, como proponían los vanguardistas brasileños en 1922. Su cómplice en ese acto, que fue subrepticio al principio, fue Cindi Beltramone. Cindi, además de videasta del proyecto, es asistente de dirección y opera en vivo con Villar Rojas el complejo dispositivo tecnológico que proveen el Teatro Nacional y el Cervantes, en el marco del programa "TNA-TC produce en el país".
A la obra le sobran unos cuantos minutos iniciales, abusa del recurso de la voz en off, tarda en levantar vuelo y "lo que garpa" es la presencia visible de su estrella, auténtica revelación actoral. Como Tiresias, como Ulises ensordecido ante el cantar de las sirenas, Rocío ve mejor que nadie. Inmune a la seducción de las imágenes, no sucumbe a la fascinación que la desviaría de la verdad de lo representado. Atraviesa la engañosa belleza de las idealizaciones, denuncia al arte como propaganda, delata los crímenes del poder que el pintor a su servicio quiso ocultar bajo el maquillaje. Lo visible ciega: la analogía formal del Marat de David con la Piedad de Miguel Ángel santifica al firmante serial de sentencias de muerte, y el punctum de Rocío no está en ese brazo laxo de Cristo descendido sino en la carta de la justiciera Charlotte; la mártir fue la Corday.
El relato de la guía evidencia las tensiones políticas domesticadas primero por la academia de pintura y luego por la institución museo. Gracias a esa voz es que el dispositivo de ilusión que crea "Gioconda", estructuralmente análogo a los panoramas documentales veristas en 360º de las Exposiciones Universales en el París del siglo XIX, configura una formidable máquina de crítica política. Lo que se ve es perforado por lo que se escucha. Lo mejor, lejos, es el tiempo dedicado a la pintura de los siglos XVIII y XIX: una verdadera clase magistral sobre el arte de la Revolución Francesa y el Imperio.