Después de meses en que se habló de “renuncia inminente”, Darío Lopérfido finalmente dimitió al cargo de director artístico del Teatro Colón, el único que le quedaba de los dos que llegó a tener a partir del insólito intento de que fuera a la vez ministro de Cultura. Será reemplazado por el director de orquesta mexicano Enrique Arturo Diemecke, conductor titular de la Filarmónica de Buenos Aires. Las autoridades de la ciudad también cobraron otra pieza del tablero: en lugar de Maximilano Guerra, quien dirigía el Ballet Estable de ese teatro –y habló de sus dificultades para contar con el escenario de la sala, ocupada por eventos privados–, fue designada Paloma Herrera, la recientemente retirada primera bailarina del American Ballet Theatre.
Las palabras del director saliente refieren a “una oferta irresistible” en Berlín. La verdad es que su pretensión, enunciada hace un par de meses, de aspirar a un cargo electivo obligó a una solución original por parte de las autoridades, que no querían romper relaciones con él o, más bien, con sus aliados, en particular el diario La Nación, con el que unen a Lopérfido, además de afinidades ideológicas, su matrimonio con la heredera. El cargo en el exterior -–fuentes reservadas mencionan la agregaduría cultural en Berlín– fue una manera, según esas mismas fuentes, de lograr un alejamiento consensuado y poco escandaloso.
Lopérfido tenía, con respecto al Colón, una mirada algo más abarcativa que Pedro Pablo García Caffi, su antecesor inmediato. Era más cosmopolita y tenía una mayor conciencia acerca del posible lugar de un teatro oficial de ópera en una ciudad contemporánea. Comprendió que era necesario encarar algunas acciones tendientes a la horizontalización de la cultura “alta” cuando ésta es financiada, en su gran mayoría, por quienes no la consumen. Estableció abonos transversales a distintos géneros y descuentos para jóvenes. Abrió ensayos al público y buscó que las funciones se transmitieran en streaming y por televisión. Dio también relieve a un repertorio más contemporáneo. Pudo haber sido un buen director del Teatro Colón. No lo fue.
Su falta de diálogo con las distintas secciones del teatro, su dificultad para armar un equipo de trabajo informado y confiable, la falta de miradas especializadas en áreas tan sensibles como el armado de repartos o la elección de directores de escena, una estructura que llegó a tener un “jefe de gabinete” pero donde faltaba un “jefe de escenario” y un “director musical”, el descontrol administrativo y condiciones de producción que, por desconocimiento de la materia específica, sistemáticamente pusieron en peligro los objetivos artísticos –situación de la que se quejaron todos los directores de escena convocados durante este año– conspiraron, en todo caso, contra los aires modernistas que pudieron haberse asomado en su gestión.
Los motivos que decidieron su alejamiento no fueron, sin embargo, la falta de rango de alguna cantante, la pobreza conceptual de alguna puesta o los errores de previsión en cuanto a los ensayos de una ópera sino, por un lado, la situación administrativa del teatro y, por el otro, la manera en que, a raíz de sus dichos de hace un año acerca de los desaparecidos, puso en aprietos a sus superiores, obligándolos a asumir su defensa. En ese momento se le perdonó el Colón, sobre todo porque a quienes se opusieron a que se desempeñara como ministro no pareció molestarles que un negacionista dirigiera ese teatro. Pero el permanente enfrentamiento con la Directora General, María Victoria Alcaraz, el descontrol en las cuentas, el estado público que tomaron las quejas del ballet, que no tenía fechas para actuar en la sala mientras el escenario del Colón era ocupado por Cacho Castaña y, para peor, las discusiones de Lopérfido consigo mismo, cuando, ante la actuación del grupo pop Babasónicos en el ciclo que el diario La Nación realiza en ese teatro, criticó la programación artística de la sala de la que él mismo era responsable, volvieron a tensar la situación.
Diemecke, un muy buen director, sumamente valorado por el público de la Filarmónica, que cuenta con una excelente relación tanto con la orquesta como con otros organismos del teatro y ha tenido una importante carrera también en el campo de la ópera, estará limitado, en principio, por una programación cerrada y con contratos ya firmados y se encuentra ante una situación compleja. Algunos de los proyectos previstos por Lopérfido implican compromisos internacionales, producciones fastuosas y difícilmente abordables y obligaciones presupuestarias prácticamente imposibles de cumplir. Y, sobre todo, salvo que realice cambios profundos, deberá valerse de una estructura que ha mostrado tanto su ineficacia como la impericia a la hora de determinar cosas tan vitales para un teatro de ópera como la cantidad de ensayos que un título demanda para poder subir a escena con dignidad. Su nombramiento tiene lugar en febrero y con la temporada de este año ya anunciada. La situación calca casi con exactitud la de la asunción de su predecesor, el 30 de enero de 2015.