A pesar de la vanidad que nos suele aquejar a los escritores, creo que todos, cuando recordamos algo propio, sólo vemos sus errores. En mi novela Los anticuarios, que transcurre en Buenos Aires en 1950, aparece un semáforo: mi padre me señaló que no había ningún semáforo en esa época. En la misma novela caen los pétalos de un jazmín, formando un círculo blanco: la profesora Graciela Barroso, de Rosario, me recordó que el jazmín se marchita sin dejar caer sus pétalos. En El calígrafo de Voltaire menciono un eucalipto: Ian Barnett, inglés y traductor, me avisó que era imposible que un eucalipto, árbol originario de Australia, creciera en esa época en las afueras de París. Y cuando pienso en estas novelas no veo frases, trama, personajes: sólo veo eucaliptos, semáforos y jazmines.
No sé qué errores aquejarán a El silencio de Ema, pero le tengo especial cariño porque mi padre decía que era lo mejor que había escrito, y se obstinaba en sacar fotocopias del ejemplar de la revista ADN donde apareció hace varios años una primera versión. Inclusive lo hizo plastificar. Así que de todo lo que escribí estas páginas son las únicas que se pueden dejar bajo la lluvia sin que sufran ninguna alteración.