I

Mar del Plata en invierno: la ruta vacía, la llegada al departamento helado, el café con leche con leche condensada y, si el tiempo lo permite, la caminata por la costa hasta el centro, o al sur, hasta el puerto. En la vida cotidiana la rutina nos agobia, pero fuera de casa las repeticiones tienen su encanto. Y siempre llevamos algo para leer. En el último viaje, este invierno, mi marido se llevó una biografía de Churchill. Yo un libro de poemas de Ema Almeyda, mi amiga desde los tiempos del magisterio. Al verme con un viejo libro de poemas, mi marido (que sospecha que la poesía, como el pirograbado y el ikebana, puede pasarse por alto sin mayores escrúpulos) me dijo que esa misma tarde iríamos al centro o a la calle Güemes a comprar “algún libro de verdad”. Le expliqué que estaba haciendo un pequeño ensayo sobre los libros de Ema, para una revista de educación. Mi marido asintió con gravedad. Soy directora de escuela jubilada, y mi única hija se fue a vivir a Francia con mis dos nietos: cualquier ocupación que encuentre, por absurda que sea, será considerada por mi marido como un regalo de los cielos.

Ema había escrito cuatro libros: una obra de teatro, una colección de textos breves y dos libros de poemas. El último, La culpa, era de 1970. Ese año murió su amiga Sylvia Vals, que era para Ema una deidad de la que había que interpretar hasta los menores gestos. Discutía conmigo por películas que ella misma no había visto, sólo porque Sylvia las había alabado. Una noche me repitió hasta el cansancio una genialidad de Sylvia, que era una frase banal. En una confitería la vi esconderse en la cartera una servilleta de papel manchada de rouge. Muerta Sylvia, Ema no había vuelto a escribir una línea.

En esos días que pasé con mi marido en Mar del Plata leí una y otra vez los cuatro libros de Ema: sentí que todo lo entendía, menos el último poema del último libro, La culpa, larga colección de señales de complicidad, secretos susurrados al oído. Menos aun entendía su decisión de dejar de escribir. Para mí, quien tiene un don debe ejercerlo. En la escuela las monjas siempre me decían: Cada uno será juzgado de acuerdo a sus dones.

En el camino de regreso a Buenos Aires, mi marido, tal vez cansado de que yo le expusiera mis ideas sobre el silencio de Ema, me dijo, “¿Por qué no vas a verla?”. Busqué en la cartera mi deshojada agenda, y ahí estaba su número, anotado en una época en que los celulares no existían, los números no empezaban por cuatro, y todos los nombres estaban vivos. 

II

Hacía tiempo que no nos veíamos y yo daba por descontado que cuando la llamara me iba a poner alguna excusa. Siempre fue un poco difícil. Sin embargo, aceptó el encuentro de inmediato. Le dije que nos viéramos en una confitería, territorio neutral, pero me rogó que la visitara en su casa. Vivía en un quinto piso, cerca de Tribunales. Apenas entré vi el piano enorme, los pisos oscuros y encerados, y las imágenes de Marino: afiches de sus obras, programas, fotos en blanco y negro, donde estaba caracterizado como Ricardo III, o el Vladimiro de Beckett, o El misántropo. El mismo Marino, muerto siete años antes,había tenido la costumbre de enmarcarse y colgarse en la pared, como si fuera un amnésico en busca de señales de su identidad.

La última luz de la tarde iluminó los ojos jóvenes y vivos, pero a la vez tristes y cínicos. Ema no había sido ni maestra, ni directora de escuela, ni madre; no necesitaba confirmar ante los otros su fe en la continuidad de las cosas. Podía reclamar el antiguo derecho de ver en la vida solo sinsentido y desconsuelo. 

Apenas sirvió el té en dos tazas azules (yo había llevado unas palmeritas) le conté del artículo.

–Te felicito, elegiste un temazo. Cuatro libros que nunca se reeditaron y de los que nadie se acuerda.

–Yo me acuerdo. Y siempre me pregunté porqué escribiste ese poema tan extraño, “La culpa”. 

–Siempre sentimos culpa por pecados equivocados, ¿te diste cuenta? Yo, por ejemplo, me culpo de la muerte de Marino.

–¿Por qué? Murió de un infarto, lejos de vos. ¿Qué podías hacer?

–En la obra que hizo los últimos años, compartía escena con la morocha esa que lo odiaba. Todas las noches ella le golpeaba el pecho por exigencia de la obra. Quién sabe si esa sucesión de golpes a la larga no lo mató. Imaginate, un asesinato cometido noche tras noche, en teatros de provincia, a la vista de todos. El crimen perfecto.

Saqué una libretita y una birome; pero me sentí de inmediato un poco ridícula, como si se me hubiera dado por hacerme la periodista. Volví a poner todo en la cartera.

–Escribiste “La culpa” justo después de la muerte de Sylvia ¿Por qué escribiste eso y nunca más nada?

–¿A quién le importa lo que pasó hace tanto tiempo?

–A mi me importa.

–Dicen que todo libro encuentra su lector. Creo que La culpa encontró al final su única lectora.

Fue a la cocina y volvió con la tetera. 

–Si te digo la verdad no vas a poder escribir nada.

–Qué importa. Puedo ocuparme de otra cosa. Mis amigas, jubiladas como yo, escriben artículos sobre sus años de trabajo, que titulan Recuerdos de tiza, Memorias de un pizarrón o ¡Ha llegado una inspectora! Puedo hacer lo mismo.

–La verdad, entonces. ¿Otra taza de té?

III

“Vos conocías a Sylvia. Éramos amigas desde la primaria. Era alta, el pelo dorado, y todo lo hacía bien. Yo era tímida, insegura, caprichosa. Las dos escribíamos, y nos mostrábamos las cosas. En todo lo que yo hacía, parecía que estaba terminando algo empezado mucho antes, como si encontrara el final a poemas inconclusos, anteriores a mi nacimiento. Estaba bien, pero le faltaba el aire a sorpresa y aún a narcisismo que buscamos en lo que los jóvenes escriben. Usaba los papeles de escondite. Los poemas de Sylvia, en cambio, eran pura promesa. Era imposible concentrarse en una de sus páginas, porque ya se sentía la presencia de lo que vendría después. Bastó que dijera que estaba pensando una novela, para que todos empezáramos a hablar de ella, e imagináramos asuntos, personajes, circunstancias. Los hombres la cortejaban con tristeza, porque se sabían derrotados de antemano. Un muchacho pálido, de nombre alemán, que tuvo más posibilidades que los otros, acabó por envenenarse, y Sylvia ni siquiera se dio por enterada de que se había matado por ella. Inclusive sus ataques de asma, que le teñían de rojo las mejillas, parecían la perfección de su coquetería, como si la vida la desbordara. Los hombres me miraban con envidia, porque yo pasaba las tardes con ella, porque oía sus confidencias. 

Cuando ya pasados los treinta me puse de novia con Marino entendí de inmediato que debía mantenerlos apartados. Los dos eran rubios, ojos azules, parecían hermanos. Yo me decía: si se llegan a ver querrán estar juntos para siempre. Como esos príncipes y princesas de las novelas bizantinas, que después de mil penurias y vivir como mendigos se reconocen por un anillo o una cicatriz, y descubren que pertenecen a una realeza anterior a todo. Por eso no la invité a mi casamiento. Las giras de Marino ayudaron a nuestra distancia. Pero una noche fatalmente nos encontramos en la puerta de un cine de la Avenida Santa Fe. Que Marino quedara deslumbrado con ella no me importaba; que tratara de disimularlo me enloqueció de celos. Vos estabas siempre ahí dándole charla, te acordás, y sin saberlo, lo ayudabas a disimular su turbación. Todo el tiempo fingía: no notaba su nuevo vestido azul, su corte de pelo, su risa ante uno de esos chistes malos que él siempre hacía. Cuando Marino la escuchaba leer un cuento, bostezaba, y una vez llegó a dormirse.

–A lo mejor ella lo aburría.

–No, era actor y actuaba. En esa época empezó la gira más larga que hubiera hecho nunca. Una repentina ausencia de Sylvia –dijo que iba a ver a un médico a Mendoza o a Córdoba– me hizo pensar que habían arreglado para verse. Busqué en los bolsillos de toda su ropa, entre las páginas de los libros, y al final encontré, en un cesto de papeles, hecho pedazos, el borrador de una carta. Los celos son extraños: yo fui feliz al pegar los pedacitos de papel y ver que mi desesperación al fin encontraba algo de donde agarrarse. En la carta ni siquiera la nombraba, pero me anunciaba que se irían juntos, que eso era amor verdadero, que no quería lastimarme. Esas cosas que se dicen en las cartas cuando no hay nada para decir. ¿Pero qué culpa tenía él? Fui a verla a ella. La encontré con un ataque de asma, más grave que los anteriores. Al principio fingió que no me entendía. Le rogué, le supliqué, lloré. Ella se sentó en la cama con uno de esos enormes almohadones que usaba, asistió impávida al espectáculo de mi humillación y al final me pidió que llamara a una ambulancia. Bajé corriendo las escaleras, levanté el tubo del teléfono, pero no llegué a discar. Así como había sabido que no tenían que conocerse jamás, ahora sabía que si Marino se iba con Sylvia yo habría perdido todo. Colgué y subí a decirle que la ambulancia estaba en camino. En vez de tranquilizarla mis palabras la agitaron aún más, como si sospechara que yo le mentía. Poco después perdió el conocimiento. Entonces sí llamé, pero era tarde. Nadie supo que esa última noche estuve con ella: cuando escuché la sirena, dejé la puerta del departamento abierta y salí del edificio. Desde la esquina, confundida entre los curiosos y los desconocidos, vi como se la llevaban.

Yo misma te pedí que me acompañaras al cementerio. Estaba todo el mundo. Al detenerme a escuchar las conversaciones, sentí que la que había mantenido ese eterno aire de promesa era ella; que sin su compañía sus libros no sabrían cómo defenderse. Noté por primera vez que cuando citaban los nombres de los cuentos o los poemas, todos se confundían. En el fondo nadie la había conocido demasiado. Hablaban de ella como de sus libros: alguien que se ha visto hace mucho tiempo, y del que se recuerdan algunos gestos y tres o cuatro frases. Aturdida, sentí que solo para mí había sido real. 

La luz de la tarde se había apagado por completo y Ema encendió una lámpara de pie. Yo miraba mi taza de té ya fría, sin saber qué decir. Busqué mi cartera para irme. Me detuvo con un gesto.

–Escribí ese poema y nunca escribí nada más. No por culpa: fue por no poder sentir culpa. De alguna manera salvé mi vida, pero no pude salvarla entera: esa parte la perdí. Hoy sus libros y los míos  que parecían tan distintos, están juntos. Colección El olvido, el único archivo más grande que internet. Y con respecto a ese artículo, ¿qué más querías saber?

IV

Volví a casa desanimada y nerviosa. Apenas mi marido me saludó con un beso le grité por algo, o por el televisor fuerte o porque se le había ocurrido cocinar y había dejado todo revuelto. A la noche tarde, después del café, me senté en el sillón del comedor, sola, y volví a leer el poema. Ahora lo entendía mejor. La que nunca había entendido nada era Ema. Porque no era Sylvia la mujer a la que Marino cortejaba, no era ella la que se preparaba para seguirlo de hotel en hotel. Después de la muerte de Sylvia, todo se pospuso: Ema había dejado de comer y de dormir y no queríamos lastimarla más. Dejamos para más adelante lo que al final no hicimos nunca. Poco después conocí a mi marido. Durante años me llegaron, con esa persistencia que tienen las listas de correo, las invitaciones a los estrenos, a los que nunca fui. 

¿Debería sentirme culpable? Pasado tanto tiempo, declarar una culpa es como reclamar un lugar en la trama de la vida. Es más soberbia que arrepentimiento. Yo prefiero pensar que, aun sin mi, todo hubiera salido igual. Además, no puedo sentir culpa por las grandes cosas: son los pecados mínimos los que me atormentan. Haber dicho algo inconveniente, no haber pagado a tiempo la cuenta de la luz, no escribir ese artículo de una buena vez. Desde la mesa del comedor, o desde uno de los sillones, el libro de Ema me recordaba esa tarea pendiente. Así que una mañana me trepé a la escalera que usamos para la biblioteca y dejé el libro en el estante más alto, donde no llegan ni el plumero ni la curiosidad. Viejos manuales escolares, novelas sin tapas, El tesoro de la juventud. Colección El olvido.