Venezuela es un parteaguas en la política argentina. En este rincón, los que quieren derrocar a Nicolás Maduro. En aquel rincón, los que quieren sostenerlo. La distinción es obvia. ¿Pero no es, también, simplota?
Los chavistas llaman “escuálidos” a los opositores. Mauricio Macri parece creer que si es más escuálido que Leopoldo López hará un gran negocio internacional. Su postura fue así de entrada. Se sacó fotos con Lilian Tintori, la esposa de López, y planteó críticas a Maduro en la primera reunión del Mercosur a la que fue, en Paraguay. Todavía no había sido derrocada Dilma Rousseff y aún gobernaba Michelle Bachelet. Sin un Michel Temer ni un Jair Bolsonaro que le compitieran, y tampoco un Sebastián Piñera, Macri buscaba ser el chico de la manzana para la señorita, es decir la Casa Blanca. Cuatro años después sigue haciendo méritos. El martes 30 de abril, cuando ni siquiera Maduro tenía una idea completa del panorama tras la fuga de López, Macri tuiteó contra el gobierno de Caracas. Solo le hizo sombra Iván Duque, su colega de Colombia, que de inmediato pidió una reunión urgente del grupo de Lima, la fuerza regional de tareas encargada de remover al chavismo.
En Macri hay una dosis de convicción ideológica y un toque de conveniencia. Como el corazón de su política exterior es endeudarse y permitir la fuga de divisas, necesita cada vez más del Fondo Monetario Internacional. Pero no hay FMI manirroto sin aliento de Washington. Por eso Macri busca agradar a Donald Trump a pesar de que él apostó a Hillary Clinton. El Gobierno calcula que sobreactuar le rinde. Que habrá nuevos desembolsos del Fondo para compensar las chambonadas ultraliberales de Marcos Peña, Nicolás Dujovne y Guido Sandleris y llegar con algo de oxígeno a la primera vuelta del 27 de octubre.
Ya en plena campaña, el Pro le añadió una pizca de Venezuela a su oferta electoral. “Ya que te embromaste aguantá un poco más, votame y salimos de ésta”, es el mensaje dominante de Macri. “Ojo, porque si no me reelegís vuelven los salvajes populistas”, sería el segundo mensaje. Y el tercero es que, sin Macri, la Argentina se convertiría en Venezuela. El mensaje no tiene racionalidad alguna, porque no se parecen ni la historia ni la estructura social de cada país. Pero Jaime Durán Barba y Patricia Bullrich, los dos fanáticos del jueguito, buscan un espantapájaros externo que disimule la inflación alimentaria superior al 50 por ciento y los 640 mil chicos que, según la Universidad Católica Argentina, viven con hambre. Procuran, de paso, que los líderes de la oposición discutan sobre Venezuela y no sobre el hambre.
La postura de quienes apoyan a Maduro está clara. Un grupo lo respalda sin vueltas. Otro grupo le perdonan sus falencias porque, razona, la única alternativa a la vista es un retorno del dominio norteamericano sobre la principal reserva petrolera del mundo.
Hay, sin embargo, una mirada más que no suele hacerse. No se trata de una tercera posición frente a maduristas y antimaduristas. Consistiría en un ejercicio de realismo basado en el interés nacional de la Argentina. A un país como éste, abatido por la recesión y la inflación, ¿le conviene una escalada militar y diplomática en el barrio? Es iluso pensar que Venezuela queda lejos. Incluso geográficamente. Entre Caracas y Jujuy hay solamente 3.862 kilómetros, Entre Jujuy y Ushuaia, 3.577 kilómetros. Una escalada supondría invertir tiempo, energía, recursos materiales e imaginación diplomática en otra cosa que renegociar decorosamente con el Fondo y pujar por la reintegración de Sudamérica, tal vez los dos ejes más deseables en la política exterior de un gobierno que reemplace al de Mauricio Macri. El negocio de la Argentina es la paz.