“Estoy todo transpirado”, le dice Joselo, que estuvo trabajando al sol, a Rosina. “Debo tener un olor horrible. ¿Te molesta?” Por la forma en que la mira parece estar preguntándole si le gusta. “No, está bien”, atina a murmurar ella como quien no dice nada, avergonzada y desviando la vista. Joselo vuelve a atraer esa mirada hacia sí, al mostrarle lo abultado que tiene el short. Le ofrece una cita para más tarde y Rosina acepta. Más allá de sus diferencias de género, Rosina y Joselo representan dos formas de la adolescencia, que tal vez sean hijas de la edad. O más precisamente de la experiencia vivida. Joselo ya la vivió, Rosina todavía no. Quizá por eso no esté cómoda en casa de sus padres, con su hermana mayor o con los varones, en general. Como si todos ellos fueran potenciales tiburones, como los que se comenta que merodean cerca de la costa.
Premiada en los festivales de Sundance, Toulouse y Bafici, la ópera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi se asienta en una playa uruguaya, fuera de temporada turística. Aunque teniendo en cuenta el calor de Joselo, puede ser que sea temporada y simplemente no haya turistas por allí. Rosina (Romina Bentancur) vive junto a sus padres (los argentinos Fabián Arenillas y Valeria Lois), su hermana mayor (Antonella Aquistapache) y hermano menor (Bruno Pereira). El padre se dedica, ayudado por un grupo de trabajadores, a la tala de árboles. La mamá es depiladora. La hermana mayor parece tener la experiencia sexual que ella todavía no y el hermano menor jode, como todo hermano menor. Con tiempo libre y seguramente en época de receso escolar, Rosina hace un poco de ayudante de los padres, lo cual parece aumentar la sensación de vacío.
Uno de esos días en que va a ayudar al padre (no a talar árboles) conoce a Joselo (Federico Morosini), y la atracción es instantánea. Pero la invitación de él a masturbarse juntos es un poco mucho o un poco pronto para ella y habrá un rechazo, un despecho y distintas formas de venganza. Escrita por la propia Garibaldi, la película está centrada en la protagonista. La información sobre quienes la rodean es apenas la que surge de las propias acciones. Por lo cual está más claro, por ejemplo, a qué se dedica la mamá (Rosina pasa más tiempo con ella) que el papá. Podría decirse que el de Los tiburones es un relato conductista: todo a lo que se asiste es a las conductas de los personajes. No hay ninguna clase de introspección, salvo la que transmiten las miradas: la atracción de Rosina, el rechazo de Joselo. La mirada de la hermana está emparchada, porque hubo alguna escaramuza previa al comienzo de la película y tuvieron que darle cinco puntos.
Como muchos adolescentes, Rosina tiene algo de robot desgarbado al caminar. Los brazos rígidos al costado del cuerpo, la espalda encorvada, el rostro algo ladeado, para evitar miradas incómodas. Sus formas de venganza son locas, excesivas: no está en edad de moderación. La mirada de Garibaldi podría definirse como “empatía analítica”: el relato está del lado de la protagonista y el punto de vista también, pero la cámara la observa desde una cierta distancia, como si quisiera reservarse la opinión. Hay un humor “a la Rejtman”, indirecto, disimulado, asordinado. La charla sobre fisiología sexual femenina con el hermanito en la mesa, la de las amigas de la hermana en la playa, mucho más “de vestuario” (“¿ustedes qué sienten después de una chupada de tetas?”), la mamá que por teléfono, para darse corte con una cliente, dice “C’est moi”.
El intento de formar un grupo que salga a cazar tiburones por parte de los pobladores del lugar, no sea cosa que se les arruine la temporada turística, podría ser por un lado una alusión (inesperada) a Tiburón. Por otro, una posible advertencia sobre gérmenes macho-combativos, incluso en parajes mínimos como ése. El elenco combina actores profesionales (Arenillas & Lois) con otros que no lo son, cuestión de agudizar la ilusión de realidad. Producto de esta voluntad, tanto la de Romina Bentancur como la de Federico Morosini son de esas actuaciones que no se sienten como tales. Ella, sobre todo, parece el personaje. Como si entre Rosina y Romina no hubiera ni una letra de diferencia. Un final que recuerda a un famoso comercial de los años 70, que hacía uso del feminismo light de la época para vender unos cigarrillos muy finitos (“Has recorrido, muchacha…”) no parece el más afortunado para una película sobria, firme, que siempre parece tener claro lo que quiere y lo que no.