Hay que acercarse a la página para apreciar texturas, el papel rasgado y pegado con cuidado sobre la hoja, el filo de la navaja distribuyendo la tinta en la viñeta y cierto espesor de la mancha negra. Y no es que haya que acercarse porque no se aprecia bien la muestra ni por una incipiente presbicia. Hay que acercarse porque la obra de Alberto “el Viejo” Breccia pide eso a gritos, ofrece a los ojos una sensación táctil poco frecuente en otros historietistas. Sencillamente: dan ganas de tener las páginas en la mano. Es una impresión visceral, irracional para quien sabe que originales de ese tipo deben cuidarse a temperatura e iluminación adecuadas. Pero es lo que provoca la exposición Breccia 100 años. El dibujo mutante, inaugurada en la Casa Nacional del Bicentenario (Riobamba 985). La muestra, curada por la argentina Laura Caraballo (ver recuadro) y el francés Thomas Dassance, se extenderá hasta el 23 de junio con más de 70 originales, algunas revistas con primeras publicaciones de sus historias, dos instalaciones y distintas actividades que incluirán la primera edición argentina del Drácula del genial historietista, publicada por El Hotel de las Ideas.
De los experimentos del Viejo con los materiales (desde hojas de afeitar hasta rodillos, usó cuanto tenía a su alcance) se escribió mucho. Verlo en persona es algo más. Una conmoción interna que conjuga sorpresa con fascinación. Sorpresa por encontrar páginas leídas mil veces y descubrir que, por ejemplo en Mort Cinder, no estaban tan saturadas de tinta como se imagina en la reproducción mecánica del libro. Y fascinación ante el trabajo (llevado a buen puerto) enorme que evidencian, las ideas que presentan y una intensidad que aún hoy, muchas décadas más tarde, se mantiene vigente.
Por otro lado, es imposible no tomar perspectiva. Muchas de las propuestas y soluciones gráficas del Viejo hoy parecen habituales. Es que hay décadas de lecturas y reapropiación de su trabajo por parte de otros historietistas e ilustradores. Su ruptura ya es parte del cuerpo de lectura indispensable de cualquier creador. Es imposible ver sus páginas y no atisbar, al mismo tiempo, su influencia en decenas de otros creadores contemporáneos de cualquier nacionalidad. Tantos años después, Breccia sigue siendo de vanguardia.
Los curadores –una argentina que vive en Francia y un francés radicado en Argentina– reconocen que podrían haber elegido el camino fácil de presentar la muestra en orden cronológico “mostrando rupturas y continuidades”. En cambio, impulsados por el material disponible (los albaceas de Breccia tienen sobre todo su obra más personal, de los años ‘70 en adelante), eligieron un rumbo más conceptual, inspirados en ejes de la obra del dibujante. De modo que tras un breve repaso de sus comienzos, la exposición vira a su encuentro artístico con Oesterheld y otros elementos formales, como la construcción de climas a partir del color –o la falta de él–, el quiebre que significó trabajar en torno a la obra de Lovecraft, la aplicación del collage como técnica para ilustrar y sus mecanismos narrativos, como la repetición.
Cada momento está profusamente acompañado de originales que lo ponen –en todos los sentidos de la palabra– de relieve. La primera de esas secciones es la de la obra compartida con Oesterheld. Está acompañada por una alusión del dibujante a su diálogo con Hugo Pratt, el fantástico historietista italoargentino, que lo alentó a explorar cursos más personales desde lo gráfico. Hay páginas ahí del indispensable Mort Cinder que exigen volver a ser vistas, por sus diferencias con el resultado publicado finalmente; hay páginas de Sherlock Time y también de la reversión que la dupla hizo de El Eternauta para la revista Gente. Aún más, a modo de curiosidad también hay un ejemplar de esa publicación en la que se ve a un sonriente Roberto Galán rodeado de “sus chicas” mientras abajo se anuncia el lanzamiento de la historieta.
Dejar atrás rápidamente ese encuentro e influencia mutua le permite a los curadores saltar al primer acercamiento a los editores de Europa, que no sólo descubrieron en Breccia a un talento inusitado, sino que además le abrieron las puertas para explorar otros caminos que la historieta de aventuras que se había consolidado en el mercado argentino le complicaba explorar. Y de allí, rápidamente, al momento en el que Breccia decidió prescindir de editores de cualquier mercado y producir para él mismo, con la seguridad (en general bien encaminada) de que su trabajo sería bien recibido, que ya su nombre pesaba lo suficiente. Y ahí aparece Howard Phillips Lovecraft, con su horror sobrenatural y dioses primigenios “indescriptibles”. Y aunque el primer acercamiento a Lovecraft es más un cuento ilustrado que una historieta propiamente dicha, pronto despega. Probablemente es la prosa que el propio Breccia necesitaba para alejarse un poco de lo figurativo y ahondar en ciertas abstracciones y experimentos narrativos que ya había intentado –con recepción dispar– en el Eternauta.
Los últimos cuatro ejes de la muestra no son tanto hitos como elementos formales indispensables para entender a Breccia y a partir suyo a gran parte de la historieta universal desde entonces. El manejo del blanco y negro en la construcción de climas, su uso del color (y cómo se retroalimentaba allí con su etapa de exploración como pintor de caballete), el collage como gráfica (y, curiosamente, por momentos como vehículo para la síntesis) y la repetición como mecanismo narrativo de una elegancia sin par. Apreciar estas secciones es también entender la influencia de Breccia como artista en sus colegas y en lectores. Es, en buena medida, un gran modo de entender la historieta.