Al comienzo de Las chicas, la novela donde Emma Cline narra desde una observadora lateral la vida en el clan Manson que derivó en los asesinatos de Sharon Tate y otrxs amigxs, la mirada de la protagonista es capturada por la aparición disruptiva de un trío de chicas que no resulta indiferente para nadie. Al contrario, las chicas pasan y a su alrededor suscitan un aire de peligro. Por eso la narradora las describe, fascinada, como “tiburones cortando el agua”. También son “como tiburones”, en Este es el mar, de Mariana Enriquez, las integrantes de esa especie sobrenatural que se encarga de adoptar formas humanas y dirigir a los ídolos musicales hasta esa culminación que es la muerte. Es inevitable pensar en estos relatos al ver el comienzo de Los tiburones, la película de la uruguaya Lucía Garibaldi que acaba de pasar por el Bafici, donde se alzó con el Premio especial del jurado en la Competencia Internacional: allí está Rosina, la protagonista, una chica de 14 años que se pelea con la hermana también adolescente y sale corriendo hacia la playa. Entre las olas de la costa uruguaya le llama la atención el surgimiento fugaz de una aleta, afilada y gris, que no puede pertenecer más que a un tiburón, aunque parezca imposible.
Igual que en Tiburón (1975), de Steven Spielberg, el testimonio de los que vieron o creyeron ver a un tiburón en la playa causa revuelo en el pueblo, convoca una reunión de vecinos preocupados y levanta la pregunta, que enuncia una periodista mirando a cámara, de si se deberá cancelar la temporada. Pero a diferencia de Tiburón, y de esas reuniones de chicas que protagonizan los libros que antes mencioné, acá el encuentro es de uno a uno entre Rosina y el depredador, casi íntimo, y de hecho tiene el efecto de dejar a Rosina más aislada de lo que ya estaba en sus incómodos catorce: como es de imaginarse, nadie le cree lo que vio. Y ella misma, lejos de ponerse enfática, elige relativizar el encuentro, no tanto porque dude –se verá que no duda– sino porque prefiere guardárselo para ella sola. Así como se guarda todo: la conversación de otras chicas, que escucha un poco a la distancia, define la posición extraña de Rosina entre sus pares, la imposibilidad de ser parte del grupo.
Los tiburones está ambientada en una población costera pequeña y pueblerina, donde Rosina vive con sus padres y dos hermanxs. El padre hace changas como jardinero, la madre está tratando de lanzarse como depiladora en su domicilio, y se nota que la plata es un bien escaso. Además de Rosina, en la casa viven un hermano que todavía es niño y una hermana, también adolescente, que a la protagonista le pasa el trapo; más grande, más suelta, más a gusto en el mundo, según parece, la hermana tiene amigas con las que habla de sexo y se la ve más segura de lo que piensa y dice, más despreciativa. Rosina en cambio es una criatura reservada y sigilosa, menos convencionalmente femenina, y se acomoda bastante bien al trabajo de acompañar al padre con otros tipos a trabajar en una camioneta. La actriz que interpreta a Rosina, Romina Betancour, acierta al mostrar con el cuerpo, de una belleza que nadie parece haber descubierto todavía, toda la incomodidad y la aridez de una bronca que nunca va a convertirse en palabras, mucho menos en gritos. Y la directora dispone alrededor de ella unos pocos elementos nítidos de manera que Los tiburones sea un cuento con varias facetas: como un pez fuera del agua, a Rosina se la ve lavarse las axilas con agua sacada de botellas, mientras en la casa se corta el servicio, o llevándole una botella fresca a una perra embarazada que toma a su cargo. El cuerpo, la sexualidad, la posibilidad o no de entender qué está pasando y qué se debe hacer son los temas que se despliegan a partir de estos recursos, siempre desde la imagen. Y también la pregunta por lo que Rosina es, porque el trayecto de aparente víctima a depredadora será silencioso y, a su modo, magnífico.