Para los pibitos violentos no hay nada mejor que la terapia del culo. Se los sodomiza hasta que se convierten en mujeres, suerte de cambio de sexo, usurpación de machos sobre cuerpos jóvenes. Así es cómo el poder aparece en la obra de Osvaldo Lamborghini. El culo es ofrecido como el soporte filosófico para la letra donde todo es explícito, donde se doméstica hasta que se salen las tripas y la sangre confunde la queja con alguna fantasía de placer que el macho violador implora.
En Lamborghini lo ideológico se desbanda en el uso desfasado de la copulación. En El fiord la orgía era ese lodo donde la farándula política de los setenta se manoseaba entre pijas y tetas. El vértigo del lenguaje tiene que ver con un entrarle a la carne para sacarle algo más, una lengua que dice sin pensar. En el abandono de la razón, la barbarie del macho le gana a la inteligencia que Seer Tijuan prende de los libros.
En esta versión de Tadeys, adaptada por Albertina Carri y Analia Couceyro, donde las voces de los personajes se adueñan de ese narrador creado por Lamborghini, se respira la estética de Stanley Kubrick llevada al esperpento de los teleteatros de la decada del 80. Si en La naranja mecánica, Alex sufría la terapia cinematográfica de los ojos amurados por tenazas, estas nuevas mujeres, las que dejaron de ser hombres de tanto que se las cogieron, van a copiar el gestus de Luisa Kuliok y Arnaldo André para encontrar una violencia amorosa alterada y risueña donde el sexo es un estado nervioso que nunca se muestra.
Porque si se elige a Diego Capusotto para interpretar al Doctor Ky, todo lo que Lamborghini propone se vuelve torvellino, palabra desatada en esa humorada cínica, un poco malvada con la que Iván Moschner dialoga a la perfección. Si Capusotto representa esa risa que no responde a la comprension del chiste si no que se instala en el lugar incómodo donde la política solo puede ser transitada desde la parodia como el idioma de lo irresuelto, de lo que no se puede desenredar desde la lógica, Carri y Couceyro comprendieron, en su dirección compartida, que Lamborghini se adelantaba a la idea de la política traducida como delirio, un código que la vuelve indesifrable e inalcanzable. Se camuflaen un modo de andar, en la exuberancia de esas mujeres a las que le borraron el pito y en la feminización como el instrumento que el padre, entendido como el macho que hace de su autoridad una acción, interviene sobre el cuerpo de sus hijos. En esa intimidad del culo, en esa pasividad que se enseña como una escuela de las mujeres mansas, descansa una voluntad civilizatoria que hace crecer el falo a Zeta Tijuan, ese personaje que Javier Lorenzo construye con el histrionismo del sádico. Capusotto y Lorenzo operan como maestros de ceremonia de esta fábula de seres animalizados, su actuación es política, invoca a las masas, se dirige a un otro que es el público o el pueblo degradado y se le hace notar, a la vez, que todo es ficción porque en la puesta de Carri y Couceyro la idea de la teatralidad escondida en todo procedimiento de disciplinamiento, va hacia el interior de ese laboratorio sincopado y hacia el afuera de la estridencia de un discurso.
En esa sinrazón caótica, la pantalla trae al escritor que compone Couceyro con una sensibilidad y un registro actoral que escapa al presente de la escena. En el rasgo del pasado que su proceder invoca, propone una especie de reflexión delicada que el Doctor Ky y Zeta quieren destruir.
Como en la novela El frasquito de Luis Guzmán, lo humano se ha vuelto líquido.
Tadeys se presenta de jueves a domingos a las 18 en el Teatro Cervantes.